Las concentraciones de repulsa se parecen cada vez más a la palangana de Poncio Pilatos. Unos van a lavarse las manos, otros se despiojan la conciencia, y los hay que aprovechan para marcarse un dos por uno. Total, son cinco minutos en silencio con el gesto estudiadamente compungido y, si cabe, unas palabras de repertorio para que se las lleve el viento hasta la próxima vez que toque participar en el ritual. Ayer fue en la capital de Euskadi, en memoria de Pilar, la mujer de 75 años que falleció el martes después de haber sido salvajemente agredida la antevíspera en su portal por dos tipos que la asaltaron para robarle.
Aquí ya espero al primer ser angelical que se me eche a las teclas para precisarme con severidad que la causa última de la muerte fue un ictus y que es técnicamente imposible relacionarla con las lesiones. Vamos, que no debemos precipitarnos en establecer actos y consecuencias, que todo pudo ser pura coincidencia, una fatalidad, una de esas crueldades que nos depara el destino. En resumen, cosas que pasan en las mejores familias, en las sociedades más avanzadas y prósperas, hechos aislados, incluso aunque se repitan en bucle, tan lamentables como inevitables, por los que no cabe culpar a nadie. Ni insinuarlo, ojo, no vaya a ser que caiga sobre uno la retahila de acusaciones que ustedes y yo estamos pensando.
Me pregunto, con poca esperanza, lo confieso, si alguna vez seremos capaces de romper esta perversa espiral de hipocresía autocomplaciente. ¿Tan difícil es ponerse de verdad de parte del débil, que es la víctima? ¿Por qué no vemos que la inseguridad es una de las peores formas de desigualdad?