Con Podemos me ocurre como con Ocho apellidos vascos, que aunque no me da ni frío ni calor, no puedo negar que algo tendrá el agua cuando la bendicen. De entrada, su estruendosa irrupción ha puesto las rodillas temblonas a unos cuantos ciclotímicos que pasan en un segundo de pensar que todo está bajo control a proclamar que esto se va al carajo. Esas caras de tribulación, ese humo saliendo por las orejas, esas nueces de Adán como melones en los dueños del balón son ya un triunfo. La pregunta es si la cosa irá más allá o si simplemente se trata del punto más alto de una riada que al cabo del tiempo servirá para entonar con nostalgia qué noche la de aquel día. Recomiendo no precipitarse en la respuesta. Tenemos tsunamis bien cercanos que según los profetas de primera hora iban a decaer en un pispás y que en el momento de escribir estas líneas lucen en todo su esplendor. Bien es cierto que los que vamos para abuelos Cebolleta también recordamos un puñado de cohetes que cayeron con mayor estrépito del que subieron: aquellos 21 diputados de IU en 1996 o aquellos 7 europarlamentarios del CDS de Suárez en 1987 que transcurridas unas pocas lunas se convirtieron en 8 y cero, respectivamente.
Ante la improcedencia del vaticinio, me apunto a observador de un fenómeno que es un caramelo para los viciosos de la política como el que suscribe. No se pierda de vista que su líder carismático y mesiánico, amén de politertuliano con piquito de oro, es un brillantísimo teórico —no es coña; lean su tesis— de los movimientos sociales. De momento, el experimento académico parece que le está saliendo de cine.