El experimento Podemos

Con Podemos me ocurre como con Ocho apellidos vascos, que aunque no me da ni frío ni calor, no puedo negar que algo tendrá el agua cuando la bendicen. De entrada, su estruendosa irrupción ha puesto las rodillas temblonas a unos cuantos ciclotímicos que pasan en un segundo de pensar que todo está bajo control a proclamar que esto se va al carajo. Esas caras de tribulación, ese humo saliendo por las orejas, esas nueces de Adán como melones en los dueños del balón son ya un triunfo. La pregunta es si la cosa irá más allá o si simplemente se trata del punto más alto de una riada que al cabo del tiempo servirá para entonar con nostalgia qué noche la de aquel día. Recomiendo no precipitarse en la respuesta. Tenemos tsunamis bien cercanos que según los profetas de primera hora iban a decaer en un pispás y que en el momento de escribir estas líneas lucen en todo su esplendor. Bien es cierto que los que vamos para abuelos Cebolleta también recordamos un puñado de cohetes que cayeron con mayor estrépito del que subieron: aquellos 21 diputados de IU en 1996 o aquellos 7 europarlamentarios del CDS de Suárez en 1987 que transcurridas unas pocas lunas se convirtieron en 8 y cero, respectivamente.

Ante la improcedencia del vaticinio, me apunto a observador de un fenómeno que es un caramelo para los viciosos de la política como el que suscribe. No se pierda de vista que su líder carismático y mesiánico, amén de politertuliano con piquito de oro, es un brillantísimo teórico —no es coña; lean su tesis— de los movimientos sociales. De momento, el experimento académico parece que le está saliendo de cine.

Ocho apellidos

Perdí la cuenta de las veces que en Ocho apellidos vascos se hace una chanza sobre el peinado de la protagonista femenina. No se me pasó por alto, sin embargo, que en cada una de ellas, la respuesta de la sala abarrotada fue una estentórea carcajada, acompañada con hipidos, palmas, y en el caso del ser humano que tenía a mi izquierda, puñetazos en el reposabrazos de la butaca. Y así, con absolutamente todas las guasas requetesobadas que espolvorean el guion —por llamarlo de alguna manera— de la película que, conforme a lo previsto, ha reventado las taquillas en el primer fin de semana de su estreno y que gracias al boca a oreja y a la promoción salvaje lo seguirá haciendo en las próximas fechas.

¿Es ahora cuando me pongo estupendo y les aconsejo que, si no lo han hecho ya, no pierdan ni su tiempo ni su dinero echándose a la retina una amalgama de chirigotas que se sabrán de memoria a nada que hayan visto media docena de sketches de Vaya Semanita? Pues miren, no me da el ego para tanto. De las seiscientas bulliciosas almas que llenaban el cine, la única que al encenderse las luces tenía cara de sota era la mía. Sé cuándo estoy en abrumadora minoría, del mismo modo que soy capaz de reconocer que en caso de tan aplastante desequilibrio, lo más probable es que el equivocado sea yo.

Confieso, además, que todo lo que no me reí frente a la pantalla lo estoy compensando con el despiporre que me provocan ciertas lecturas sobre el presunto mensaje de la cinta. Es intolerable que echen sacarina a la ETA, claman unos. Indignante burla al pueblo vasco, se encabritan otros. Un poco de chiste sí somos.