El clamor, primero contra la sentencia a La Manada, y ahora contra la libertad provisional de sus miembros, está perfilando un retrato social muy positivo. Esa ciudadanía que parecía indolente y amodorrada demuestra que está dispuesta a pisar la calle y a dejarse a oír cuando se siente objeto de un atropello, y de modo particular, cuando el ataque es contra la libertad de las mujeres. La celeridad con que se han organizado las movilizaciones, su cantidad a lo largo de toda la geografía y el altísimo seguimiento, además de la enorme diversidad de las y los participantes nos hablan de un vigor social que —especialmente en determinadas latitudes— dábamos por perdido.
Como anoté en la columna anterior y sospecho que seguiré haciendo en el futuro, sería fantástico que el nervio no se quedara en pataleta nebulosa ni se redujera al asco infinito hacia cinco tipejos en concreto. Desgraciadamente, abundan las manadas. Además de las que se pueden cruzar en cualquier garito de copas nocturnas o en las fiestas de este o aquel pueblo, ahí tienen la de Alicante: cuatro alimañas que encerraron a una joven de 19 años en un piso y, según su denuncia, la violaron repetidamente durante 24 horas. Uno de los agresores huyó de España, otro está en la cárcel y los otros dos, en libertad. No es algo del pasado remotísimo. Ocurrió en abril de este año, apenas dos semanas antes de la sentencia sobre el quinteto de sabandijas sevillanas. Ni siquiera la coincidencia de fechas sirvió para poner el foco informativo en el caso, pese a que tenía ingredientes calcados al que había provocado el incendio popular. Cabe preguntarse por qué.