Blanco y en botella

Lo que llamamos justicia —lo pongo con minúscula inicial, como hacía Blas de Otero con españa— es una lotería amañada que permite que se vayan de rositas notables mangantes que llevan los boletos convenientes y tienen los padrinos adecuados. Siendo eso jodido en sí mismo, lo peor es asistir al paseíllo victimista y ofendido de los que se han librado por el birlibirloque de las togas y por ese derecho que debería recibir el nombre de torcido. Por si fuera poco sapo el de ver a un malhechor de libro con el certificado oficial de persona decente, tenemos que tragarnos como aliño sus lloriqueos, sus reproches y su impúdica autocompasión.

Incluso después de ser emplumado por una torpeza con los impuestos, Al Capone tuvo los santos huevos de plañir que se le perseguía injustamente como autor de asesinatos y extorsiones sin cuento que, aconteciendo a la vista de todo quisque, a la hora de la prueba se daban de morros con tribunales que no sabían o no querían encontrar el evidente hilo que conducía hasta él. Quítenle sangre y plomo, y encontrarán que el célebre gángster de Chicago tiene una cofradía de émulos cercanos en el tiempo y en el espacio. El de incorporación más reciente, José Blanco, nociva nulidad política e intelectual con carné del PSOE, que desde el jueves pasado se recorre los platós a lo Belén Esteban vindicándose como damnificado de no sé qué infundios, insidias y bulos malintencionados.

A modo de prueba de integridad irrefutable, el individuo exhibe ufanamente la decisión del Tribunal Supremo —lagarto, lagarto— de archivar su causa. Lo que se calla, y con él sus valedores, es que en ese mismo texto se explicita que perpetró sin lugar a dudas todos los hechos que se le atribuyen, incluyendo la mediación chungalí para favorecer a su entorno. El matiz es que, siendo así, sus señorías, con un par, dicen que esos triles no son delito. Una muy peculiar forma de ser inocente.