Como sabe cualquiera que haya participado en una, las ofertas públicas de empleo son una especie de yincana salvaje. Empiezan con la ingestión intensiva y acrítica de conocimientos —nueve de cada diez, inútiles— constituidos en temario, siguen con un bingo caprichoso disfrazado de examen tipo test y, si se pasa el corte, culminan rascando decimales a base de méritos tan diversos como arbitrarios. A veces, para joder un poco más, se incluye esa inconmensurable tomadura de pelo llamada psicotécnico que consiste en adivinar si a un cuadrado le sigue un triángulo, un círculo o la madre que lo parió, que suele ser la respuesta correcta. Atravesadas todas esas pantallas del videojuego, llega el momento de descubrir, como en el viejo Un, dos, tres, si te ha tocado el apartamento —el curro para toda la vida— o tienes que conformarte con la vaca, que en este caso es entrar en las listas de sustituciones.
Aunque sueñan con el premio gordo, quienes se presentan a las especialidades masivas (enfermería, auxiliares, celadores) de la OPE de Osakidetza aspiran, en realidad, al de consolación. Estar en un puesto medio o alto de la bolsa de trabajo equivale a la perspectiva más o menos razonable de encadenar contratos de dos meses, una semana o tres días y, mal que bien, ir tirando hasta la próxima convocatoria de plazas. Lo malo es que probablemente no haya otra en mucho tiempo. Y es ahí donde se torna en escabechina la decisión de los supertacañones de Bengoa de poner un examen trufado de tramposas preguntas sobre derecho para aligerar el número de candidatos que pasan a la siguiente fase.
Centenares de personas que vivían en el filo de la interinidad han sido definitivamente eliminadas del cruel juego. De un rato para otro, ya no sirven para suturar una herida o poner un termómetro, aunque lleven años haciéndolo. Y todo, porque como dicen con razón, han ido a pillarlas. Descaradamente, además.