No generalizaré, porque está feo y además es garantía de injusticia, pero resulta curioso comprobar que gran parte de las personas con responsabilidad de gobierno acaban pareciéndose más allá de las siglas en diez o doce tics. De todos ellos, el más acusado es un apego irracional por la poltrona. En tiempos de Adolfo Suárez, que manifestó el síndrome en su estadio más agudo, él mismo no tenía rubor en hablar de “la erótica del poder”, como si mandar fuera una irrefrenable pulsión sexual. Dios o Freud sabrán si hay algo de eso, pero el caso es que un repaso somero a cuantos han regido nuestros destinos o nuestros destinitos arroja una inusitada cantidad de individuos a los que ha habido que sacar con sacacorchos del machito. Sería sólo un apunte de psicología parda, si no fuera por los devastadores efectos que suele acarrear su sobrehumana resistencia a ingresar en la condición de “ex” y pasar a la consiguiente vida regalada de jarrones chinos.
A estas alturas de la columna, y sin necesidad de anotar siquiera sus iniciales, ya imaginan a quién está dedicada. Sé que si no le hace caso a nadie, menos me lo va a hacer a mi, con el historial de mandobles dialécticos que llevo en el zurrón, pero sería algo digno de condecoración que alguien le hiciera ver que el mayor servicio que le podría hacer al país -y quizá a él mismo- es marcharse. Hoy mejor que mañana y mañana mejor que pasado mañana. Esa desmemoria de la que hablaba hace un par de días le puede servir como aliada, que aquí se estila mucho el “tanta gloria lleves como paz dejas”. Así que pasen unos calendarios, lo recordaríamos, primero como una mal sueño y, no tardando demasiado, hasta habrá quien sostenga que tampoco fue para tanto.
Baje la luz, acomódese en la chase-longue de tomar las decisiones trascendentales, ponga en el estéreo su canción favorito de Vetusta Morla, y piénselo, señor López. Ya, que no. Me lo temía.