Me cuesta mucho ver la buena noticia. Después de 1.325 días en prisión, tres de los jóvenes de Altsasu han obtenido el tercer grado penitenciario y pueden pasar fuera del trullo los fines de semanas. Es verdad que menos da una piedra, pero su situación sigue siendo una injusticia del tamaño de media docena de catedrales. Creo que es importante dejarlo claro, porque un puñado de magnánimos demócratas ya han empezado a hilar sus instructivos discursos sobre la benevolencia del Estado de Derecho, que es ese Dios que aprieta pero no ahoga y deja que hasta las ovejas más descarriadas tomen un poquito de aire… antes de volver al redil a terminar de cumplir una condena brutalmente desproporcionada respecto al delito cometido. Condena, por demás, que fue fruto de un proceso judicial prêt-à-porter plagado de —como poco— incongruencias, pruebas endebles y dudas más que razonables incluso sobre la presencia de los acusados en el lugar de los hechos.
Y conste que esto lo anota alguien que rechaza de plano la letanía de la “pelea de bar”. Somos lo suficientemente mayores para saber que lo que ocurrió aquella infausta madrugada no fue un encontronazo fortuito. Pero tampoco nada que justificara ni de lejos un ensañamiento judicial y penal como el que vino después y, por desgracia, todavía no ha concluido.