Me han dicho que mi columna de ayer era muy dura. Hay incluso quien no pudo terminar de leerla. Aunque no escribo con la intención de remover estómagos —ni siquiera conciencias—, debo decir que me alegro de haber provocado esa incomodidad que, por lo demás, fue seguramente pasajera. Ahí está el problema: hemos desarrollado anticuerpos para borrar de nuestra mente lo que no nos gusta. En cuanto los radares detectan cualquier trozo de la realidad que nos puede hacer daño, activamos las defensas. Pero al cambiar de página, de acera o de canal, además de no solucionar nada, nos convertimos en colaboradores necesarios de una injusticia.
Es lo que ocurre no sólo con el Alzheimer, del que hablaba en el áspero segundo párrafo de hace 24 horas, sino con todas las cabronas enfermedades que se ceban con quienes están en tiempo de descuento. ¿La tercera edad? No, ese es un eufemismo sacaroso que sólo incluye a los que, respetados por la biología y medianamente por la cartera, están en disposición física de ser pastoreados a Benidorm o los destinos más exóticos que últimamente oferta el catálogo de Adineko o el Imserso. Me refiero a los que son pura y crudamente viejos o viejas, como tal vez nosotros mismos el día menos pensado, y ya no pueden hacer prácticamente nada por sus propios medios. En nuestra manía de buscar etiquetas que no arañen, los llamamos “dependientes”.
Una vez bautizados así, apenas son un epígrafe, generalmente con presupuesto simbólico o nulo, en el papel mojado de las políticas sociales. A los responsables de administrar esos escuálidos dineros públicos no les dan ninguna guerra. No andan por ahí navaja en mano, ni están ya para cortar el tráfico u ocupar una residencia con una patada en la puerta. Para colmo —esto sí que me pudre— no resultan una causa nada fotogénica, nada chachi, nada guay, para los solidarios de pitiminí. Sólo les queda aguardar la muerte. Y no llega.