No voy a misa. Ya ni siquiera por compromiso en los funerales. Aparte de que me aburría soberanamente, casi siempre acababa acordándome de la parentela del oficiante por la ligereza con que animaba a la concurrencia a que viéramos como motivo de fiesta y algarabía la muerte, muchas veces demasiado prematura, de nuestros seres queridos. Y cuando no era eso, era el mitin que nos largaba el gachó desde el púlpito. De variada índole, no crean, que lo mismo me han sermoneando sobre la una, grande y libre, la Euskal Herria liberada de fuerzas de ocupación a tiro limpio, la aberración de muerte digna o el tremendo pecado que sería que el Athletic fichase extranjeros.
En resumen: a mi no me pillan ni en carne mortal en el templo que sea, ni mucho menos como feligrés virtual en la transmisión televisiva de cualquiera de las cadenas públicas —EITB y RTVE, en nuestro entorno— que mantienen la liturgia católica en su programación. Ahora bien, el hecho de que esté entre la clientela potencial de la cosa no me impide ver su procedencia y su utilidad social. O dicho en menos fino, que me parece una memez supina la campaña de cuatro comecuras rancios —son la releche los retroprogres— para exigir que las “televisiones que pagamos todos” (ya será menos) retiren las misas de sus parrillas. No encuentro ningún problema en que en horarios perdidos de la programación se satisfaga esta mínima demanda de personas generalmente de una edad considerable, con dificultades de movilidad y/o residentes en lugares alejados de donde se ofrece el culto. Una vez más, los adalides de la tolerancia son unos intolerantes de manual.