Acuñé hace un tiempo el término cuantopeormejorismo, y ahora les vengo con otro palabro que, mucho me temo, emplearé con frecuencia: siempremalismo. Lo definiré como la disposición permanente a enmendar a la totalidad una cosa, su contraria y lo que sea que haya en el medio. Y no, no es eterno inconformismo ni humana contradicción. Es, hablando en plata, ganas de jorobar la marrana, de dar la nota y, si procede —que suele proceder—, de arrimar el ascua a la sardina partidista correspondiente. Pero toda esta parrapla se ve mejor con un ejemplo.
Cuando hace unas semanas se decretó el cierre de la hostelería como modo de hacer doblar la cerviz a la maldita curva, hubo quien echó espumarajos de todos los colores y graduaciones biliosas. Pregonaban allá donde les daban un micrófono, un foco, una tribuna o, más modestamente, en sus redes sociales que era una indignidad culpabilizar a los bareros del aumento desbocado de contagios y condenarlos a la ruina. Vaya risas más tristes, que ni un minuto después de que las autoridades sanitarias —en este caso, de la CAV— anunciaran la inminente reapertura de los tascos, los mismos quejicas profesionales se lanzasen a vaticinar con los ojos fuera de las órbitas la tercera ola de la pandemia. Inasequibles al desaliento, sea lo que sea les parecerá mal. Qué pereza.