Repaso mis propias rutinas de hace apenas dos meses, cuando todo alrededor parecía una amenaza atroz. Rozar un pomo, un interruptor o una barandilla provocaba una carrera desesperada al grifo más cercano y, por lo menos, dos apretones ansiosos al dispensador de jabón líquido. Una visita al supermercado, en aquellos días todavía de mascarillas casi inexistentes y gel hidroalcohólico a precio de Chanel número 5, era como una incursión de comando en las líneas enemigas. Frente al estante anémico de la harina, uno se sentía un liquidador de Chernobyl. Y qué miradas asesinas a cualquier congénere que te topases en el pasillo de las conservas. De vuelta a casa, zapatos en la puerta, chorretón de lejía, toda la ropa a la lavadora y, sin respiro, ruleta a temperatura máxima y puesta en marcha del programa largo.
Comparo todo eso con mis actitudes de hoy. Les aseguro que me tengo por un tipo precavido, que soy muy consciente de que el bicho sigue ahí, dispuesto a darnos muchos disgustos todavía y que no he necesitado que me obliguen para llevar mascarilla casi siempre. Pero aun así, cada tres por cuatro me descubro haciendo varias de las cosas que nos han dicho que debemos seguir evitando. Pienso entonces en los que ni se lo plantean y comprendo que hayamos vuelto a poner en vertical la curva de contagios.