Cambiar nombres

Me alivia que alguien con todos los certificados de progresismo al día como Gregorio Morán haya escrito lo que sigue: “Mala cosa que la izquierda, cuanto más radical, más se preocupe por los nombres de las calles y no de los que viven en ellas”. Lo hace en una filípica, creo que muy bien argumentada, contra esa suerte de toreo de salón que consiste en la reclamación sistemática de retirar del nomenclátor de barrios, pueblos, villas y ciudades a cualquiera que no reúna determinadas condiciones de pureza democrática.

Ojo, que no hablamos de denominaciones abiertamente ofensivas. Morán y este servidor coincidimos en que hoy mejor que mañana hay que cepillarse todas las avenidas del Generalísimo, plazas de la Cruzada, travesías de José Antonio Primo Rivera o tantas y tantas que no es necesario anotar aquí. Para esos casos, basta el cumplimento de la Ley de Memoria Histórica en combinación con el sentido común y una mínima honestidad intelectual.

A partir de ahí entraríamos en un revisionismo que atiende más a la impostura y a la búsqueda de titulares que al servicio público. Revisionismo, por demás, al que sería muy difícil poner límite. Tengo escrito aquí mismo que los callejeros y los pedestales están hasta las cartolas de rufianes de la peor calaña. Como nos apliquemos a la limpia, no acabaremos jamás. Eso, sin contar con que los héroes de estos son los villanos de aquellos y viceversa. En todo caso, para evitar imposiciones, y dado que los cambios de nombre suelen ser una faena de índole práctico, la última palabra deberían tenerla las vecinas y los vecinos de cada una de las calles en cuestión.