Una ikurriña en el balcón

Pues, al final, ahí estuvo la ikurriña, en el balcón consistorial, a la vera verita de la verde de la ciudad y de la rojigualda reglamentaria. Extraños compañeros de cama hacen los mástiles en complicidad con el protocolo real o inventado el cuarto de hora anterior. Piensen ustedes que no hace tanto una foto similar en la fachada de un ayuntamiento de los tres territorios de la demarcación autonómica provocaba erisipela y tremendas broncas a ladrillazo limpio con coctelería Molotov incluida. Hoy es el día, sin embargo, en que a los que tocaban a rebato y encendían las mechas se les pone la piel de gallina (¿arrano o aguilucho?) al ver la bicrucífera compartiendo balconada con la enseña constitucional del reino de España. Cosas veredes, ¿verdad?

Vaya que sí. Como que los que se encabronan ahora son los de la acera de enfrente denunciando (perdonen la cacofonía) la intolerable afrenta. Al oír las declaraciones encendidas y leer los titulares empapados en bilis, cualquiera diría que, efectivamente, cautivo y desarmado el ejército regionalista, las tropas vascongadas han alcanzado su último objetivo. Pero no. Tan solo son unos palos con unas telas. Es verdad que con mucho significado para quien legítimamente quiere otorgárselo, pero si somos capaces de apearnos de nuestras trece siquiera por medio rato, pronto comprenderemos que no es para tanto. Una simple instantánea para que nos hagamos lenguas los que opinamos de esto y de aquello. Y, sobre todo, para que los profesionales de la gresca politiquera entren —literalmente— al trapo y se líen a ciscarse recíprocamente en las calaveras. En eso andan.

Tontos con bandera

¡Jolines, qué pedazo machotes los centuriones de esa caspa fachendosa que atiende por DENAES! Menuda hazaña entre bélica, patética y pelambrética, subirse al Gorbea desafiando el sirimiri de una mañana festiva otoñal para plantar en la cruz una rojigualda de talla extra grande. Seguramente, en sus porosas meninges tal soplapollez se les antoja una gesta heroica sin par, una arriesgadísima acción de comando desarrollada en la cocina del infierno vascón o cualquier ensoñación patriotera por el estilo. A ver cómo les explicamos que no llega ni a payasada y que si pretendían ofender o asustar, todo lo que han conseguido con su reconquista de la señorita Pepis es que sintamos una mezcla de bochorno, hastío y pena.

Son el descojono estos ultranacionalistas que luego van por ahí mentándole la madre a cualquiera que manifieste su querencia por una tierra o una bandera que no sean las que a ellos les ponen pilongos. Si tuvieran media hostia dialéctica, podríamos tomarnos la molestia de darles a probar una docena de argumentos razonados que desmintieran sus mitos calenturientos de la una y grande. Pero sería echar margaritas a los cerdos. Y peor error aun resultaría jugar con ellos a ver quién es más cenutrio, porque eso es lo único que va buscando esta panda de niños de papá metidos a joseantonianos de pitiminí. Aunque es cierto que disponemos de unos cuantos brutos locales que podrían bajarlos hasta Navalcarnero haciendo pucheritos y con el Dodotis a reventar, si hemos aprendido alguna lección de nuestros días de plomo, lo que procede es dejarles embestir contra la pared. No hay desprecio como no hacer aprecio.

Todo lo más, una sonrisa irónica con cara de no sabes cuánto me aburres o, si es el caso, una columna como la presente para que se encabronen al comprobar que no nos los tomamos ni una migajita en serio. Anda que no tenemos el culo pelado de soportar tontos de baba. Con o sin bandera.