Los veinte céntimos de rebaja por litro de carburante se tradujeron en su estreno en colas ansiosas y pifostios informáticos varios en las gasolineras. Nada que no cupiera esperarse, salvo, por lo visto, por los ingenuos conductores que se abalanzaron sobre los surtidores como si no hubiera un mañana o el voluntarista gobierno español que pretendía que todo fuera como la seda tras aprobar una medida chapucera en fondo y forma. Empezando por esto último, es de puñetero sonrojo (o sea, lo sería si no conociéramos el paño) que se ponga en marcha una norma populachera como la que nos ocupa sin haberse parado a pensar en la logística mínima imprescindible para llevarla a cabo. Como tantas veces, su sanchidad se hizo la foto pasando un kilo de la parte práctica. Ya se comerían otros ese marrón.
Claro que eso es casi un detalle al lado de la verdadera cuestión que se dirime. Cualquiera que haya estado pendiente de los precios sabe que a la hora de la verdad los prometidos veinte céntimos han sido seis o siete. Como estaba radiotelegrafiado desde que se anunció la demagógica ocurrencia, los suministradores han ido aumentando el precio de la gasolina (no digamos del gasoil) de modo que la rebaja para el consumidor final ha quedado menguada. Con dos agravantes. Primero: Las compañías cobrarán (¡de nuestros impuestos!) las cantidades de la subvención. Segundo: En los últimos diez días, el barril de petróleo ha ido bajando, lo cual debería haber implicado una rebaja añadida. Así que somos generosos cuando llamamos picaresca a lo que es una estafa del quince. Amparada, eso sí, por la supuesta autoridad competente.