Antecedente que tiende a olvidarse: el 23 de agosto de 2011, en los estertores del gobierno de Rodríguez Zapatero, PSOE y PP, que sumaban el 90 por ciento de la representación en las Cortes, modificaron el artículo 135 de la Constitución española para introducir el concepto de estabilidad presupuestaria. En trazo grueso, la traducción del eufemismo es que en lo sucesivo todas las administraciones estarían sujetas a un tope (ínfimo) de gasto que no se podría superar aunque la población fuera desfalleciendo de inanición. Se trataba de la enésima exigencia de la malvada madrastra Europa, y como ocurrió con todas las anteriores, a cada cual más bruta, el gabinete equinoccial de ZP echó rodilla a tierra para lamer los mocasines de Merkel.
Dado que esta vez el recado era morrocotudo y requería nada menos que meter mano a la (para otras cosas más necesarias) intocable Carta Magna, los socialistas —es un decir— hubieron de humillarse también ante el entonces aspirante Mariano Rajoy para que sumara sus imprescindibles votos al apaño constitucional. Aparte de algún pescozón condescendiente, no hubo el menor problema, pues el PP se sabía inminente ocupante de Moncloa y tenía claro que el cambalache del 135 sería fundamental para aplicar su política de tijera, serrucho y hacha.
Resumiendo, la reforma se hizo con agosticidad, alevosía y el impulso inicial del PSOE, el mismo partido que ahora aboga por dar marcha atrás. De sabios es rectificar, ¿no? Pues en este caso, no está claro. El axioma colaría si los números actuales dieran para revertir la reforma. Dado que no es así, estamos ante otra impostura.