Dedico estas líneas al selecto (y espero que todavía nutrido) grupo de lectores y lectoras que acceden a ellas únicamente a través del papel. Se me antojan como los últimos de las Filipinas tecnológicas, aguantando a pie firme el asedio de esa modernidad que, paradójicamente, se hace vieja al poco de nacer. No crean que no me los imagino arrugando la nariz cada vez que menciono —casi a diario— las llamadas redes sociales, especialmente la del pajarito azul. Me consta, porque así me lo han dicho en las impagables ocasiones en que los conozco en persona, que muchos ni son capaces de hacerse una idea de lo que va el invento. Y tres cuartos de lo mismo con Facebook, que es adonde quería llegar. Benditos ellos y ellas, que se permiten vivir al margen de esta gran trampa para elefantes —nosotros mismos— de la que en los últimos días se leen y escuchan tantas diatribas.
Menuda novedad, resulta que es un sórdido bazar donde se trafica con datos al por mayor para fines escasamente decentes, como hacer ganar las elecciones a Donald Trump, sin ir más lejos. Está bien, y ojalá sirviera para algo, que las instituciones que dicen preservar la democracia (ya será menos) llamen a capítulo al niñato eterno Zuckerberg, pero conviene que tampoco nos vengamos arriba. El tipo en cuestión puede ser uno de los pobladores del planeta más vomitivo y falto de escrúpulos. pero engañar, lo que se dice engañar, engaña lo justo. Cada uno de esos datos con los que trapichea se los hemos dado libre y voluntariamente los usuarios de su telaraña. Lo gratis sale caro, decía mi abuela. Qué tentación, volver al papel y solo al papel.