Quise hacer un pequeño chiste en Twitter y me salió por la culata. “Es tremendo pensar que mi voto vale lo mismo que el de Amaia Montero”, escribí. Puse ese nombre porque el día anterior la ex-solista de La Oreja de Van Gogh había vuelto a cubrirse de gloria con una bocachanclada King Size de las suyas. Ni quince segundos tardaron en empezar a llegar respuestas que me bajaron del guindo: “De eso nada. Tú vives en Bizkaia y ella en Gipuzkoa. Por tanto, su voto vale más que el tuyo”. El más, en mayúsculas, para endurecer el golpe. Tocado y casi hundido.
Sí, solo casi porque, en realidad, ya lo sabía y no pocas veces he despotricado sobre lo perverso del caprichoso y desnaturalizador 25-25-25, nuestra propia versión del café para todos. De igual modo, soy consciente del juego de trileros que esconde el reparto de cocientes —Satanás confunda al señor D’Hont—, de la parcialidad descarada de las Juntas Electorales centrales o de la arbitraria distribución de recursos que busca ponérselo en sánscrito a las formaciones pequeñas. A estas alturas, no me darán el Nobel por descubrir que lo de “una persona, un voto” tiene más letra pequeña que el contrato de mi tarjeta de crédito. No será a mi a quien sorprendan haciendo loas a la fiesta de la democracia, que bastante claro tengo que es un sarao donde se reserva el derecho de admisión.
Y sin embargo, por el posibilismo que me ha crecido junto a las canas o justamente por todo lo contrario, sigo defendiendo el poder, aunque sea infinitesimal, de depositar una papeleta en una urna. O si es el caso, de no depositar ninguna. Lo que importa es que se trate de una decisión plenamente voluntaria y meditada, un ejercicio —ahora que se habla tanto de ella— de soberanía personal. Que nos impongamos sobre la pereza, la desidia o la tentación derrotista de creer que lo que hagamos no cambiará las cosas. En más de una ocasión, un solo voto las ha cambiado.