Pueden evitarse la lectura de esta columna. Es la misma de ayer, con el IVA actualizado de frustración y estupor por el espectáculo que nos arrojaron a la cara en la policonmemoración desacompasada de lo que llaman, qué atrevimiento, Día de la Memoria. Habrán notado que en la frase anterior falta un sujeto: ¿quién o quiénes fueron los que nos hicieron ese inmenso desprecio? Podría refugiarme en expresiones como “los políticos” o, afinando más, “nuestra clase política”. Renuncio a ello deliberadamente como huyo, salvo error u omisión, de cualquier generalización que haga tabla rasa o saco único. Ya baja lo suficientemente cumplido el caudal universal de las injusticias como para añadir unas gotas gratuitas.
Mírese cada cual la alforja donde lleva la conciencia y concluya si tuvo esa altura de miras que tanto y tan desafinadamente se cacarea. Ni siquiera pido una confesión pública con propósito de enmienda. Ya sé que es más fácil prescindir de un principio que de un voto. Bastará (y si no, también) que hagan un leve ajuste de cuentas consigo mismos y le digan a su Pepito Grillo interior si, en nombre de esas víctimas —cualesquiera— que decían honrar, tuvo algún sentido lo que hicieron… o lo que dejaron de hacer.
¿A qué vino convertir una corona de flores en un panfleto de propaganda con olor a autoafirmación revanchista? ¿Qué mente perversa parió ese galimatías con envoltorio de declaración institucional en que, tratando de contentar a tirios, troyanos y lacedemonios, se consiguió disgustarlos a todos? ¿Por qué cada institución pareció participar en un concurso de quién homenajea mejor y con mayor solemnidad? ¿Por qué hablan los que deben guardar silencio y callan los que hace un buen rato deberían haber alzado la voz? ¿Tanto cuesta, sin más pero también sin menos, respetar el dolor y el sufrimiento sean cuales sean los dardos que los provocaron? La memoria, claro, es selectiva.