Todas las víctimas (II)

Pueden evitarse la lectura de esta columna. Es la misma de ayer, con el IVA actualizado de frustración y estupor por el espectáculo que nos arrojaron a la cara en la policonmemoración desacompasada de lo que llaman, qué atrevimiento, Día de la Memoria. Habrán notado que en la frase anterior falta un sujeto: ¿quién o quiénes fueron los que nos hicieron ese inmenso desprecio? Podría refugiarme en expresiones como “los políticos” o, afinando más, “nuestra clase política”. Renuncio a ello deliberadamente como huyo, salvo error u omisión, de cualquier generalización que haga tabla rasa o saco único. Ya baja lo suficientemente cumplido el caudal universal de las injusticias como para añadir unas gotas gratuitas.

Mírese cada cual la alforja donde lleva la conciencia y concluya si tuvo esa altura de miras que tanto y tan desafinadamente se cacarea. Ni siquiera pido una confesión pública con propósito de enmienda. Ya sé que es más fácil prescindir de un principio que de un voto. Bastará (y si no, también) que hagan un leve ajuste de cuentas consigo mismos y le digan a su Pepito Grillo interior si, en nombre de esas víctimas —cualesquiera— que decían honrar, tuvo algún sentido lo que hicieron… o lo que dejaron de hacer.

¿A qué vino convertir una corona de flores en un panfleto de propaganda con olor a autoafirmación revanchista? ¿Qué mente perversa parió ese galimatías con envoltorio de declaración institucional en que, tratando de contentar a tirios, troyanos y lacedemonios, se consiguió disgustarlos a todos? ¿Por qué cada institución pareció participar en un concurso de quién homenajea mejor y con mayor solemnidad? ¿Por qué hablan los que deben guardar silencio y callan los que hace un buen rato deberían haber alzado la voz? ¿Tanto cuesta, sin más pero también sin menos, respetar el dolor y el sufrimiento sean cuales sean los dardos que los provocaron? La memoria, claro, es selectiva.

Todas las víctimas

Queda muy lustroso en el calendario oficial un día dedicado a la memoria de las víctimas. Seguro que quienes lo concibieron imaginaron fotografías y discursos desbordantes de emotividad, tal vez canjeables por votos contantes y sonantes. El dolor, extraído de las entrañas con métodos similares a los de ese gas alavés que se pretende ordeñar de las piedras, ha llenado más de una urna. Que dé un paso al frente quien no se haya amorrado al pilo de las lágrimas o a su vecino, el de la rabia, calculadora en ristre.

Era más fácil, claro, cuando las víctimas eran sólo unas muy determinadas, escogidas a mano entre los pedigrís más puros, cuidando siempre que tuvieran una docilidad ovejuna. Conste que ya entonces el genérico era una mentira, porque aun habiendo recibido sus heridas de las mismas siglas, no todas se prestaban al pastoreo ni mucho menos se resignaban a ser reducidas única y exclusivamente a la condición de dolientes perpetuos. Aunque nadie hiciera reportajes artificialmente lacrimógenos (cuando no directamente de casquería) sobre ellas, cientos de personas fueron capaces de seguir siendo lo que eran —periodistas, dependientes, auxiliares administrativos— antes de que ETA les destrozara su vida. Sobreponerse fue su forma de rebelarse ante la injusticia que habían padecido. Quedaron excluidas de cualquier reconocimiento. Y junto a ellas, otras miles de personas alcanzadas por una violencia diferente de la única admitida.

Qué vileza, qué miseria, qué torpeza lingüística incluso, la de los que utilizan la palabra “equiparación” como muro para separar la angustia auténtica de la que, según el libro de pesas y medidas, no lo es. Si de verdad fueran humanos, sabrían que el sufrimiento es personal e intransferible. No hay dos iguales. No se puede ir con los desconchones del alma a que te los homologue un perito oficial en amarguras. Cada dolor es distinto sin dejar de ser real.