Parece que el error imperdonable de Virginia Berasategi no fue pegarse un chute de a saber qué para mejorar su rendimiento, sino tener la candidez de salir a reconocerlo. Tal vez creyó que el inmenso cariño que se le había demostrado hasta ahora amortiguaría el golpe. No reparó en cómo de tornadizos son los afectos hacia los héroes. Los pedestales son de quita y pon. Pasar de gloria jaleada a mierda pinchada en un palo es cuestión de décimas de segundo. Así de cruel y así de real. Muchísimos de los mismos que le hacían la ola por superwoman y por supervasca han cruzado a la primera línea del pelotón de fusilamiento y disparan sin misericordia su decepción contra la atleta que ha confesado haber hecho trampas. El veredicto del juicio sumarísimo instantáneo es que si las hizo una vez, las habrá hecho siempre.
Lo curioso y a la vez ilustrativo es que a Virginia no le pintarían estos bastos si hubiera actuado según el patrón habitual en circunstancias similares, es decir, negándolo todo. En tal caso, ahora estaríamos ante la intolerable persecución de una deidad local. Daría exactamente igual la evidencia que señalaran análisis, contraanálisis o recontraanális. Creeríamos cualquier explicación: que le pasaron un Isostar trucado, que lo genera su cuerpo, o qué sé yo, que en el laboratorio confundieron su DNI con el de Pocholo Martínez Bordiú. Lo hemos visto alguna que otra vez, ¿verdad?
Doble vara de medir se le llama a eso. Hipocresía flagrante, si quieren que concretemos más. Está a la orden del día en el deporte de élite. Le escuché una vez a un ciclista de notable palmarés preguntar si nos creíamos en serio que era posible subir el Tourmalet o el Mortirolo como un cohete solo a base de alubias, espagueti y agüita fresca de la fuente. Responda cada cual, y luego pensemos si podemos exigir a nuestros ídolos proezas sobrehumanas y, en el mismo viaje, un comportamiento ético intachable.