Me alegro de haber vencido la pereza infinita que me provocaba acercar el pinrel al charco de lo que sea que esté pasando en/con Kutxabank. Por primera vez me encontré frente a argumentos razonados y altamente razonables. También con la consabida soba de hostias dialécticas de los que, habiendo nacido ovejas, presuponen que todos tenemos un pastor que nos lleva cañada arriba y abajo. Seguramente estos últimos fueron más en cantidad, pero me quedo con las aportaciones de las lectoras y los lectores que no tiraron de consigna y me ofrecieron su punto de vista crítico. La barrila de la que me quejaba en la columna anterior abría paso al debate.
Un debate, mucho me temo, que llega al humo de las velas, cuando es bien poco lo que se puede hacer, salvo llorar por la leche derramada. No hablo de una demora de unos meses o un par de años. Aunque podamos fechar la puntilla en el momento en que el eje Bruselas-Madrid se sacó de la sobaquera una legislación que, con la excusa de acabar con los saqueos de las cajas españolas, hace pagar a justos por pecadores, la cuestión viene de atrás. Recordemos las dos décadas de intentos de fusión malbaratados porque cada sigla política quería mantener a toda costa su porción del pastel. Aún tengo en la memoria el penúltimo fiasco, celebrado con champán en la sede de algún partido. Entonces no parecía importar demasiado el bien común. El hoy cacareado carácter público se entendía a la remanguillé, es decir, como sinónimo de propiedad privada de esta o la otra bandería. Y como había un cachito para todas, a nadie le pareció mal… hasta que ha sido demasiado tarde.