En la morada de la Diosa Mari

Algo tiene la mitología vasca que atrapa a cualquiera que se sumerja en ese fantástico mundo de Diosas, lamias, seres que habitan en los bosques profundos y magia. Sobre todo si está tan maravillosamente reflejado como en la película de Paul Urkijo, «Irati». Creo no equivocarme si digo que ha conseguido reflejar ese mundo que todos tenemos en el imaginario de lo que es nuestra mitología. La película comparte protagonismo, como el director ha explicado en varias ocasiones, con la propia naturaleza, el musgo, las hayas y las piedras. El mejor escenario posible, sin duda, según cuenta ´él mismo. Una maravilla narrada en euskera antiguo que ha marcado un antes y un después en el cine vasco y que dará mucho que hablar.

Además de la morada de Mari el Parque Natural de Urkiola
esta repleto de lugares «mágicos»

En parte gracias al buen hacer de su director, actores y escenografía y también porque nuestra mitología es una de las más ricas y fascinantes que existen.

La Diosa Mari es el personaje principal de nuestras leyendas, y según cuenta la tradición, tiene una gran importancia en nuestras vidas, ya que decide sobre los alimentos, cosechas, lluvias, rige el tiempo e imparte justicia entre los humanos. Viaja por todas las tierras vascas, por lo que debemos estar siempre atentos y honrarla a cada rato para que nos regale todas las bondades de la naturaleza.

«Ezai emana, ezak eraman» 
(Lo dado a la negación, la negación lo lleva.)

Proverbio de Mari

Sin hacer de menos a los bosques de Irati, lo cierto es que una de las moradas preferidas de Mari es su cueva en el monte Anboto que se encuentra en el mágico Parque Natural de Urkiola.

Las malas lenguas dicen que la Diosa Mari es simplemente una representación de la madre tierra y la fertilidad, no obstante mas vale que andemos con cuidado, cuando nos acercamos a uno de sus territorios, no vaya a ser que se enfade y nos eche alguno de sus conjuros. Aunque principalmente honra a los vascos con su benevolencia, lo cierto es que también sabe castigar. A los culpables suele ajusticiar apoderándose de algo que les pertenece. Era habitual que se quedará con carneros y manzanas de algún caserío. El castigo más peliagudo era el del pedrisco que enviaba a los pueblos.