La denuncia de Inma Cuesta por los excesivos retoques de una foto, publicada en una conocida revista, ha sido recogida estos días por todos los medios de comunicación.
En su cuenta de Instagram, la actriz muestra una imagen, hecha con su móvil de la pantalla de ordenador del fotografo, enfrentada a la que aparece en la publicación impresa. Las diferencias entre ambas son notorias.
Retocar una fotografia se considera imprescindible, simplemente ajustar las luces y colores ya suponen una pequeña alteración. Dar luminosidad a la piel, eliminar alguna pequeña imperfección, resaltar el color de un vestido y a partir de ahí comienza una escalada de modificaciones que pueden llevar a no reconocerse, como ha sucedido en este caso.
Existe un encendido debate sobre la conveniencia de este tipo de ajustes, entiendo que en una campaña publicitaria el cliente paga por unos resultados que considera óptimos para sus necesidades, con lo que está en manos de la agencia, o el fotógrafo, y los protagonistas son los peones de este juego.
Sin embargo, en este caso, la citada actriz tiene todo el derecho del mundo a denunciar que no se siente identificada con lo fotografía publicada, la única responsabilidad sobre su imagen recae en ella, y es habitual que esto se olvide con facilidad en ciertos medios de comunicación. La aplicación no es la responsable, únicamente es un medio a través del cual se pueden lograr unos resultados absolutamente irreales.
Hablamos de una herramienta maravillosa (y tremendamente laboriosa), pero es difícil marcar los límites para su uso, sobre todo cuando vemos a mujeres sexagenarias encantadas con su apariencia de veinteañeras.