Cuando publiqué la última recopilación de haikus (1) , un colega, a la sazón profesor de Historia del Arte y escultor, originario de un pueblo costero, me comentó: «El libro me ha gustado, pero tienes una idea muy romántica del mar».
Sus palabras, ya en aquel momento me hicieron reflexionar, pues , en efecto aunque he navegado mucho y por mares muy diferentes, siempre lo he hecho «de recreo», sin que me fuera en ello ni el fuero ni el huevo.
He recordado esta anécdota ahora que los días de confinamiento van terminando y están pareciendo desembocar , con cierta fuerza torrencial, en la invasión de playas y arenales, así como en la reserva a gran escala de casas rurales y agroturismos: todo muy en el tono de recuperar el vínculo con la Naturaleza, sea directamente, haciendo senderismo o montañismo, o, vehículo mediante, montando bicicleta o tabla de surf.
Supongo que habrá algo de compulsivo alternativo en este movimiento, pero sin duda hay mucho de «idola fori», pues , ciertamente la contemplación de la Naturaleza como algo admirable y deseable es fruto del Romanticismo. De hecho, hasta entonces, la Naturaleza había sido más bien algo hosco, oscuro y lleno de peligros: ya decía Kant que «el buen campesino saboyano, trataba de locos a todos los amantes de las montañas de hielo» y Oscar Wilde comentaba jocosamente que «donde el hombre cultivado capta un efecto, el hombre inculto atrapa un constipado» (2).
Ahora estoy leyendo un delicioso libro titulado La montaña y el arte ( Ed. Fórcola, Madrid, 2017) de Eduardo Martínez de Pisón, Catedrático Emérito de la Universidad Autónoma de Madrid, geógrafo, escritor y alpinista, y más allá de ratificar , con matices, las tesis anteriores, vuelvo a comprobar que el goce de la Naturaleza, en cualquiera de sus manifestaciones se produce siempre que no implique trabajo, aunque pueda implicar esfuerzo.
Y en este punto, de pronto , he debido reconocer que mi espíritu urbanita, muy condicionado por ciertas limitaciones físicas, tiene también un anclaje metafísico y acaso claramente moral, pues la huerta familiar que patee hasta los dieciséis años , más allá de leves éxtasis estéticos que siempre recordaré – ¡ Ah aquellas mariposas blancas revoloteando sobre un enorme sauce llorón! – fue también la ocasión, una gran ocasión, para darme cuenta del durísimo trabajo de la tierra en gélidos inviernos y veranos ardientes…
(1) Breve ensayo de cartografía, Ed. Luces de Gálibo, Girona, 2015.
(2) Las citas está extraidas del Breve tratado del paisaje , de Alain Roger ( Biblioteca Nueva , Madrid, 2013),ya citado anteriormente.