En el pecado está la penitencia. El fulanismo que impera en la vida política hace de los partidos rebaños que se despeñan en bloque cuando pierde pie la oveja con el maillot amarillo. La recuperación del desastre, en caso de que sea posible -cuántas sopas de siglas se han ido al limbo detrás de su líder carismático-, suele llevar años de sangre, sudor, lágrimas y navajazos inmisericordes entre los que aspiran a ver su cara en los carteles electorales. Cualquiera que tenga un carné y pague una cuota sabe que los enemigos más feroces circulan por la propia acera. Los otros, como decía el parlamentario inglés de la célebre anécdota, son sólo adversarios. Si siempre hay que andarse con ojo y cuidarse del fuego amigo, en las trifulcas sucesorias es necesario elevar a ene las medidas de protección. A la vuelta de la esquina más inocente aguarda la cachiporra.
Lecciones no aprendidas
Los que se disponen a meterse en el berenjenal del recambio de fetiche en el PSOE tienen a su favor que no han pasado muchas lunas desde la última vez que anduvieron en esas. La memoria debería servirles para no repetir errores, aunque lo que estamos viendo en los primeros escarceos de la refriega lleva a pensar que van camino de tropezar en las mismas piedras del relevo felipista. Con entusiasmo digno de mejor causa, se pensó entonces que al gran encantador de serpientes podía heredarlo el ganador de un combate de pesos pluma asimilado a unas primarias. Al margen de que el vencedor fue el no previsto por el aparato, se necesitó poco tiempo para comprobar que ni Borrell ni Almunia (hoy dedicados a sus labores) arrastraban a las masas. Trece años después del fiasco, el partido pone en línea de salida al crepuscular Pérez Rubalcaba y a Carme Chacón, a la que aún le falta mucho colacao que tomar. Se lleve quien se lleve el cromo, la mayoría absoluta de Mariano Rajoy en 2012 puede pulverizar todos los registros.
Tal vez ahí empiece la auténtica carrera sucesoria del PSOE. Me atrevo a apostar desde ya mismo -y falta un rato- que se alzará con el triunfo alguien que, o bien no sospechamos o, directamente, cuyo nombre desconocemos. ¿Quién había oído hablar de José Luis Rodríguez Zapatero antes de junio de 2000, cuando anunció que competiría por la secretaría general con José Bono, Rosa Díez y Matilde Fernández? ¿Quién le habría concedido la mínima opción de hacer morder el polvo a tales vacas sagradas? Nadie, salvo la media docena de fontaneros que maniobraron a su favor. Por fortuna, la política no es tan previsible como parece.