Como consumimos la actualidad con frenesí bulímico, entre bocado ansioso y bocado ansioso nos perdemos buena parte de lo que realmente está pasando. O, por lo menos, de lo que también (imaginen este adverbio en negrita y subrayado) está pasando. Es una de las maldiciones de mi oficio, que todavía no ha conseguido la maña suficiente para pensar y masticar chicle al mismo tiempo y por eso se ve abocado a contar sólo una noticia por vez. Ortodoxia periodística en mano, no hay duda de que la de estos días en nuestro entorno inmediato es la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno español. Todos los focos y los flashes son para él. Incluso si apuntan a otros es porque son secundarios de la película que protagoniza.
Así es y así debe ser seguramente. Sin embargo, por algún tipo de disfunción interpretativa de mis neuronas, encuentro también altamente noticiable lo que está ocurriendo fuera de la pantalla, que es donde ha quedado el que hasta anteayer salía en los títulos de crédito gordos. De hecho, confieso que siento menos curiosidad por el paquetón de medidas de aliño del recién llegado que por lo que esté pasando por la cabeza de José Luis Rodríguez Zapatero, ahora que el BOE está a punto de certificarlo como ex.
Ahí tiene que haber material para una telenovela, una tesina de filosofía y dos o tres capítulos de un manual de psiquiatría. La pena es que todo ello se vaya a quedar durmiente y sólo despertará, ya descafeinado, cuando dentro de un tiempo le venga Planeta con un cheque para que lo vierta en unas de esas memorias trampeadas a beneficio más del ego que de la verdad. Para entonces, el juguete cruelmente roto por la crisis, los enemigos oficiales y —lo más doloroso— los mismos que le lamían los mocasines cuando tuvo mando en plaza será una persona diferente a la que ahora abandona el escenario por la puerta de atrás. Muchas cuentas se quedarán sin ajustar.