Los 22 millones en una cuenta Suiza, los áticos comprados en oscuro, la pasarela de las poltronas a los consejos de administración, el enchufe de parientes hasta quinto grado de consanguinidad y todas las demás prácticas de la gama marrón son solo la parte visible —cuando llegamos a verla, claro— de la corrupción política. De poco sirve que de tanto en tanto contemplemos a alguno de los mangantes sometidos a pena real o de telediario. Como dice el mito sobre las canas, por cada afanador que se arranca salen diez de estreno, con el know-how del trinque mejorado gracias al escarmiento en carne ajena y a que las ciencias del choriceo adelantan una barbaridad. A lo más que podemos aspirar es a renovar el elenco de sirleros de guante blanco. Ayer Juan Guerra, Roldán o Urralburu; hoy, Matas, Bárcenas o Urdangarín. Sobres y maletines, complementos que nunca pasan de moda.
¿Qué, otra columna cínica y depresiva, Vizcaíno? No es tal la intención, lo prometo. Solo pretendo que, además de a la hojarasca, miremos al suelo. Más abajo en realidad: al subsuelo, que es donde están profundamente enterradas las raíces del árbol del mal. El pecado original (exprimamos la metáfora) reside exactamente ahí, en la cota en que nosotros, ilusos mortales, creemos que se asientan los cimientos de la democracia. Llamémosle voto, eso que cada equis depositamos en una urna creyendo que es un aval para que nos solucionen los problemas y nos construyan el futuro de acuerdo con una ideología o unos principios que más o menos compartimos.
Ocurre que, una vez contadas, las papeletas se canjean por parcelas de poder. El premio gordo es el Gobierno, pero si se saben jugar las cartas y ayuda la aritmética, la oposición también es un capitalito, como puede atestiguar Maneiro. En ese punto pasamos a ser figurantes de una versión edulcorada del despotismo ilustrado de toda la vida. Y entonces, la corrupción germina y florece.
Zorionak, enhorabuena, Javi. Creo que has dado con la madre de todas las desgracias. La raíz de nuestros males: el capitalismo radical, basado en la codicia incondicional, sin ningún respeto por la justicia social, la solidaridad o la equidad. Todo está permitido si engorda la (propia) cuenta (suiza).