Ha muerto —bastante antes de lo que biológicamente se diría que le tocaba— James Gandolfini. Sin embargo, el luto no es por el notable actor, sino por su personaje, Tony Soprano. Un mafioso. Simpático a ratos, con algún que otro problema de conciencia y de estrés laboral, un padrazo en el fondo… pero también, es decir, sobre todo, un asesino. De los que no se andan con chiquitas. Son negocios, pum, pum, pasemos al siguiente asunto, a ver si llego a casa a tiempo de ver el basket. Un restaurante que salta por los aires, cuatro mangutas que acaban dando de comer a los peces, un pringao hecho puré a batazo limpio. Y los espectadores, que cuando van de paisano endilgan al primero que pasa profundas teóricas sobre la educación en valores y despotrican porque la gente no usa las papeleras, haciendo la ola en la butaca. Qué cosa es la empatía catódica, oigan, que un rato estás echando la lagrimita por los niños esclavos de Bangladesh y al siguiente, integrando el club de fans de un criminal.
¿Y estas tribulaciones, señor columnista? Qué sé yo, que ha terminado afectándome el secuestro del anticiclón de las Azores o que por una vez he mandado al tinte a los malosos de carril de los que escribo a diario. El caso es que al ver los lamentos de los deudos virtuales de Soprano —más que de Gandolfini, insisto—, me ha dado por pensar en la poderosa atracción que ejercen sobre nosotros los hijoputas de la ficción.
Como me decía, desbarrando sobre la cuestión en Twitter, mi querido colega Alberto Moyano, hoy el Michael Landon (o sea, Ingalls) de La casa de la pradera nos provocaría un shock hiperglucémico. Los que nos ponen son los indeseables de Mad men, el pedazo cabrón de House, un gañán amoral como Homer Simpson o —¡glups!— los polis de cualquier serie que se pasan por la sobaquera los derechos de los detenidos y los inflan a mandobles. ¿Deberíamos hacérnoslo mirar o es lo más normal del mundo?