Como hemos vuelto al pasado mitológico y todo quisque anda citando a los padres fundadores de la transacción, digo de la transición, me sumo con una anécdota cuya moraleja o lectura actualizada vendrá más adelante.
Cuando Adolfo Suárez, después de mil culebreos y birlibirloques, encontró la fórmula para legalizar el PCE y ya tenía día y hora para anunciarlo —aquel sábado santo de 1977—, puso sobre aviso a Santiago Carrillo a través de su mensajero habitual, José Mario Armero. Se trataba de transmitirle al viejo zorro que le tocaba cumplir su parte del acuerdo, es decir, aceptar pública y solemnemente la bandera rojigualda y la monarquía. También se le pedía que tuviera quietecitos a sus camaradas y que no salieran a la calle a celebrarlo. Pero había un añadido muy importante en el recado: “Dile que no se le ocurra agradecérmelo y, mucho menos, elogiarme; si es posible, que me ponga a caldo”. Hay varias versiones del mensaje, pero todas van por el mismo lado: había que evitar como fuera que se viera la componenda, y la mejor forma de hacerlo era seguir intercambiando exabruptos.
Ya que estos días se están remedando apaños como aquellos, sería bueno (para ellos, claro) que los protagonistas tuvieran, siquiera, la malicia de disimular como hicieron Suárez y Carrillo. Sin embargo, nos encontramos con que el PP oficial y el oficioso se deshacen en jabón hacia el PSOE y, particularmente, hacia su líder crepuscular, al que se glosa como el recopón de la generosidad y el sentido de Estado. Cada una de esas loas es un clavo en el ataúd del partido otrora socialista, un abrazo del oso mortal de necesidad.
Y lo curioso del caso es que los «abrazados» siguen a la suya, sin darse cuenta de que morián de tantos achuchones.