“No me voy, estoy llegando”, le tomó medio prestado un verso Pepe Mujica a Aníbal Troilo en el último mensaje como presidente a su pueblo, al que antepuso la palabra querido en cada una de las cinco ocasiones en que lo nombró en el discurso. Les reto a verlo (¡y escucharlo!) sin emocionarse. Apuesto a que no podrán, como probablemente tampoco venzan la tentación de comparar a ese hombre de pelo cano que habla desde el corazón con la inmensa mayoría de los dirigentes que conozcan. A ninguno se parece, ni siquiera a los buenos, que también los hay, aunque no sean frecuentes. Él es sencillamente único, como ha probado de largo en este lustro exacto que ha cumplido al frente del gobierno uruguayo.
Por más que haya dicho que su adiós es apenas un hasta luego y que va a estar ahí, siempre a mano, es imposible el sentimiento de pérdida. Y no solo para los apenas tres millones y medio de sus conciudadanos, sino para cualquier persona en el ancho mundo que tenga aprecio por esa rara cualidad que va siendo la decencia. Una decencia, ojo, labrada a base de hechos contantes y sonantes y no de boquilla ni de impostura, como la que tratan de colarnos (por desgracia, con considerable éxito) tantos y tantos presuntos dignos de ocasión.
Esa honradez que no se ha dejado doblegar ni por las mil y una tentaciones del poder será su gran legado. Junto a ella, su extrema humildad, su cercanía inimitable y, por supuesto, sus certeras frases que valen por tratados completos. Les regalo esta, extraída de su discurso de despedida: “Al cabo de tanto trajín, supimos que la lucha que se pierde es la que se abandona”.
Pepe Mujica es el presidente de la república que yo quisiera para mi país.