‘El Estatuto de Kanbo’

Lástima para Borja Sémper que a estas alturas del requetenuevo tiempo, el respetable esté a otras cosas. En circunstancias diferentes, la penúltima ocurrencia del (a veces) incisivo portavoz parlamentario del PP vasco quizá hubiera hecho fortuna y andaría de boca en boca, como motivo de encabronamiento para unos y de jolgorio para otros. Reconozcamos que lo de bautizar la propuesta del PNV en la Ponencia de autogobierno como “Estatuto de Kanbo” tiene su puntito. A los que hemos renovado unas cuantas veces el carné, nos trae los ecos de aquella martingala de la “Tregua-trampa de Lizarra” que parió Mayor Oreja y tan celebrada fue en el ultramonte español. Pero ya digo que los calendarios no pasan en balde. Esta vez el dardo dialéctico se ha quedado para consumo de los más cafeteros y para alimentar el politiqueo de réplicas y contrarréplicas con el que nos engolfamos sin remedio.

Ahí iba yo, porque pasarán de media docena de veces las que en las (casi siempre) sabrosas entrevistas que le he hecho a Sémper, ambos hemos coincidido en abogar por una política más sincera, de menos pico de oro y más hechos contantes y sonantes. Algo perfectamente compatible, ojo, con la defensa firme y honesta de cualquier posicionamiento ideológico. Ahora, a caballo entre la sorpresa y la resignación, señalo en estas líneas la contradicción entre lo teorizado y lo practicado por mi interlocutor. Como inútil nota al margen, añado mi sentimiento de cierta decepción y dejo en el aire mi duda sobre si sus florituras verbales mirando al tendido se corresponden de verdad con su pensamiento. En realidad, ni sé si quiero saberlo.

Pepe Mujica, inimitable

“No me voy, estoy llegando”, le tomó medio prestado un verso Pepe Mujica a Aníbal Troilo en el último mensaje como presidente a su pueblo, al que antepuso la palabra querido en cada una de las cinco ocasiones en que lo nombró en el discurso. Les reto a verlo (¡y escucharlo!) sin emocionarse. Apuesto a que no podrán, como probablemente tampoco venzan la tentación de comparar a ese hombre de pelo cano que habla desde el corazón con la inmensa mayoría de los dirigentes que conozcan. A ninguno se parece, ni siquiera a los buenos, que también los hay, aunque no sean frecuentes. Él es sencillamente único, como ha probado de largo en este lustro exacto que ha cumplido al frente del gobierno uruguayo.

Por más que haya dicho que su adiós es apenas un hasta luego y que va a estar ahí, siempre a mano, es imposible el sentimiento de pérdida. Y no solo para los apenas tres millones y medio de sus conciudadanos, sino para cualquier persona en el ancho mundo que tenga aprecio por esa rara cualidad que va siendo la decencia. Una decencia, ojo, labrada a base de hechos contantes y sonantes y no de boquilla ni de impostura, como la que tratan de colarnos (por desgracia, con considerable éxito) tantos y tantos presuntos dignos de ocasión.

Esa honradez que no se ha dejado doblegar ni por las mil y una tentaciones del poder será su gran legado. Junto a ella, su extrema humildad, su cercanía inimitable y, por supuesto, sus certeras frases que valen por tratados completos. Les regalo esta, extraída de su discurso de despedida: “Al cabo de tanto trajín, supimos que la lucha que se pierde es la que se abandona”.

De la honradez de Barcina

Miente, como cada vez que abre la boca, la blanqueada Yolanda Barcina al cacarear que han quedado de manifiesto su honradez y su honorabilidad. Si algo de valor hay en el bochornoso legajo que libra a la Señora del banquillo es que se dice de una forma bastante clara que lo que hizo no tiene un pajolero pase ético ni político. Otra cosa es que en su infinito descaro detergente y en su estratosférica soberbia, sus señorías de este Tribunal Supremo de rebajas estivales se hayan sacado de las puñetas, porque están facultados para hacerlo y toca comérselo con patatas, que no es delito treparse en la poltrona para meter los dedazos en el tarro de la manteca colorá.

Que diga que le ha venido a ver Dios con toga, que celebre lo bien que sienta tener amigos y padrinos hasta en el infierno. Que pida otra copa y se la beba a la salud de su buena estrella. Que levante el dedo a los que nos hemos quedado otra vez con cara de pasmo al ver superado un nuevo récord de impudicia judiciosa. Que peregrine descalza en compañía de Blanco y Matas hoy a Santiago y mañana a la sede del bendito tribunal para agradecer los favores recibidos. Lo que quiera, menos pegarse el moco de la inocencia, la integridad y la rectitud, porque eso no nos va a colar ni aunque traten de anestesiarnos con toneles de suero del olvido.

La justicia —insisto en la minúscula cada vez con más convicción— de los que hacen las leyes con su trampa adosada puede dejar a la doña, y de hecho, la deja, que se marche de rositas y dedique un corte de mangas panorámico al graderío. Lo que no está al alcance de esos violentadores del derecho elegidos por los mismos a los que absuelven es segarnos el criterio propio ni hacernos comulgar con la rueda del molino donde trituran la decencia. Siempre sabremos lo que hicieron por triplicado el último verano, este que todavía nos reserva, mucho me temo, abundante ricino con que castigarnos el hígado.