Lo que nos espera (2)

Nada que objetar a los reproches —cariñosos y menos cariñosos— de los lectores por el evidente lapsus en la columna de ayer. Ni media palabra de los diez misteriosos apoyos que le llovieron del cielo al dueto de hecho PP-Ciudadanos en la votación para pastelearse la mesa del Congreso. A falta de mejor opinión de mi inexistente psicoanalista, achaquen el olvido a la ansiedad prevacacional —ni se imaginan lo largo y cabrón que se me está haciendo el curso—, a que hay ciertas costumbres que ya no resultan sorprendentes, o quizá, al bochorno ante una actitud que no tiene defensa.

¿La de quién? Confieso que ahí me pillan. Supongo que cabe aplicar la presunción de inocencia a quien llega a sacar una nota asegurando no haber hecho lo que todos los indicios apuntan, pero háganse cargo de lo difícil que es creerlo. Hablando sin rodeos, cuesta un congo aceptar que ninguno de esos votos todavía apócrifos provino de las bancadas de PNV y/o Convergencia. O soy muy obtuso, o no hay otra explicación. Prometo que si alguien me la pusiera delante de la nariz, haría la correspondiente contrición.

A la espera, anoto aquí mi perplejidad y, un peldaño por encima, mi desazón. No veo la necesidad de andarse con estas niñerías. De entrada, es patético y al tiempo, revelador, que una cuestión así se dilucide mediante voto secreto. Es un modo de reconocer abiertamente que el reparto de los cargos de la mesa es materia oscura y sujeta al chalaneo. Resulta burdo prestarse, siquiera, a la confusión. Por lo demás, reconozcan las formaciones presuntamente perjudicadas su hondo alivio. Han encontrado la excusa que necesitaban.

Gasteiz, ¿y la investigación?

Gazteiz, un profesor al que se le atribuyen, según las versiones, entre cuatro y cinco episodios de abusos sexuales a criaturas de 3 a 5 años sigue dando clase 4 cursos después de que se presentara la primera denuncia. De ello nos enteramos —¡al mismo tiempo que las y los progenitores del resto de los alumnos que han mantenido o mantienen contacto diario con el individuo!— porque El Correo (al César lo que es del César) informó de que la niña de esa denuncia inicial se había vuelto a encontrar con su presunto agresor… ¡en el colegio al que huyó precisamente para no tener que cruzárselo! La indignación sulfurosa que despierta la noticia provoca que el Departamento de Educación del Gobierno vasco aparte de las aulas al docente en cuestión.

Se diría que es el final menos malo de esta sucesión de despropósitos. No pierdan de vista, sin embargo, que por infinito asco que nos dé, en el momento procesal actual, el maestro es técnicamente i-no-cen-te. Es decir, que si tuviera posibles para contratar a uno de esos picapleitos sin alma, podría sacar los higadillos a la institución que lo ha suspendido. Ocurre, y para mi es una brutal perversión, que Educación, que es poder ejecutivo, ha tenido que adoptar una medida que le corresponde a las instancias judiciales. O nos engañan con lo del Estado de Derecho, o son sus señorías togadas las que deben determinar la inocencia o la culpabilidad tras un proceso que parte de una investigación de los hechos. Ahí le hemos dado. A día de hoy, la fiscalía, entorpecida su labor parece ser que por jueces (requete)garantistas, no tiene lo suficiente contra el tipo.

Imputados

Atención, pregunta: ¿Qué implica que a alguien le citen en calidad de imputado en una causa judicial abierta? Si tiene que contestar un profano como el que garrapatea estas líneas, diría que a primera vista, no es algo que suene especialmente apetecible ni deseable. Como poco, es un marrón de regulares dimensiones. Da a entender que se ha estado lo suficientemente cerca de la materia oscura que se investiga como para que quien lleva la toga y las puñetas considere necesario pedir un puñado de explicaciones. Dado que también existe la posibilidad de ser llamado como testigo, se desprendería que la imputación conlleva un grado mayor de sospecha. Pero, insistiendo en que este es el razonamiento de un lego que ha leído algo y ha visto unas cuantas series de tribunales, añado que en ese momento procesal —nótese mi dominio de la jerga— todavía se es inocente. O, volteando la frase, aún no se es culpable.

No descarto que parte de mi argumentación sea técnicamente incorrecta. Sin embargo, sobre la conclusión estoy absolutamente seguro, porque esto es algo que en mi gremio lo tenemos (o en una época lo tuvimos) muy mamado. Hasta que no hay sentencia condenatoria firme no hay culpabilidad.

¿Cómo habría que proceder, entonces, cuando se imputa a una persona con responsabilidad política? Salvo en caso de flagrante e innegable delito o renuncio, personalmente yo abogaría por esperar a la resolución judicial. Entiendo que haya quien sostenga que se debe exigir la dimisión inmediata o forzar la expulsión. Lo que no parece de recibo es defender lo uno o lo otro en función de si el imputado es conmilitón o no.

De la honradez de Barcina

Miente, como cada vez que abre la boca, la blanqueada Yolanda Barcina al cacarear que han quedado de manifiesto su honradez y su honorabilidad. Si algo de valor hay en el bochornoso legajo que libra a la Señora del banquillo es que se dice de una forma bastante clara que lo que hizo no tiene un pajolero pase ético ni político. Otra cosa es que en su infinito descaro detergente y en su estratosférica soberbia, sus señorías de este Tribunal Supremo de rebajas estivales se hayan sacado de las puñetas, porque están facultados para hacerlo y toca comérselo con patatas, que no es delito treparse en la poltrona para meter los dedazos en el tarro de la manteca colorá.

Que diga que le ha venido a ver Dios con toga, que celebre lo bien que sienta tener amigos y padrinos hasta en el infierno. Que pida otra copa y se la beba a la salud de su buena estrella. Que levante el dedo a los que nos hemos quedado otra vez con cara de pasmo al ver superado un nuevo récord de impudicia judiciosa. Que peregrine descalza en compañía de Blanco y Matas hoy a Santiago y mañana a la sede del bendito tribunal para agradecer los favores recibidos. Lo que quiera, menos pegarse el moco de la inocencia, la integridad y la rectitud, porque eso no nos va a colar ni aunque traten de anestesiarnos con toneles de suero del olvido.

La justicia —insisto en la minúscula cada vez con más convicción— de los que hacen las leyes con su trampa adosada puede dejar a la doña, y de hecho, la deja, que se marche de rositas y dedique un corte de mangas panorámico al graderío. Lo que no está al alcance de esos violentadores del derecho elegidos por los mismos a los que absuelven es segarnos el criterio propio ni hacernos comulgar con la rueda del molino donde trituran la decencia. Siempre sabremos lo que hicieron por triplicado el último verano, este que todavía nos reserva, mucho me temo, abundante ricino con que castigarnos el hígado.