¡Ultraje intolerable! A mediodía de ayer, hordas y hordas de imperialistas españolazos festejaban en los bares de mi pueblo la conquista a sangre y fuego de un continente. No contentos con no haber acudido a su lugar de trabajo como era su deber cívico, se entregaban a una orgía de marianitos, txakolís —¡otra afrenta!—, verdejos, cañas, rabas y hasta gambas a la plancha. Quedan anotadas sus filiaciones, que ya arreglaremos cuentas en 2027, si es que no volvemos a retrasar la hoja de ruta.
Completamente de acuerdo. He escrito una absoluta ridiculez. Alego a mi favor que trataba de empatar en la liga del bochorno con la sarta de demasías patrióticamente antipatrióticas que me asaltaron desde el punto de la mañana. En serio, ¿no basta con decirlo una sola vez? ¿Es necesaria la reiteración de eslogancillos de cinco duros y la pertinaz torrentera de indígenas fotografiados como para el Cosmopolitan? Deténganse ahí, por favor: ¿Es que a nadie le apesta, otra vez, al paternalismo supremacista del buen salvaje? Ya estamos, como dice uno de mis más admirados columnistas, con los selfis.
Y sí, fue un genocidio. No hay la menor duda. Procede recordarlo, pero sobran el resto de los adornos y, sobre todo, la insistencia posturil. De igual modo que está de más arrumbar de fascistas desorejados a quienes sienten que tienen algo que celebrar el 12 de octubre. ¿Qué hay de ese respeto que reclamamos respecto a nuestro sentimiento de identidad? Por lo demás, para el común de los afortunados mortales que conservamos el currele, todo se queda en un día para levantarse más tarde y desayunar sin prisas. ¿Es un crimen?