Que le vayan quitando lo bailado a Donald Trump. Un año y unos días como dueño del juguete más caro del mundo. Desde aquí mi saludo a los centenares de sesudos y sapientísimos analistas que se tiraron todas las primarias republicanas y toda la campaña general jurando que era materialmente imposible que ocurriera. Este es el minuto en que todavía no solo no se han disculpado, sino que nos cantan las mañanas —y los mediodías, y las tardes, y las noches, y las madrugadas— con nuevas pontificaciones ex cátedra sobre el aniversario. Todo, lugares comunes y nuevas profecías que serán pifias en cosa de semanas. Efectivamente, melonadas como las que puede soltar cualquier desventurado opinador, empezado por este humilde tecleador al que están leyendo, si hacemos la salvedad de que no vamos presumiendo por ahí de ser la quintaesencia de la información internacional. También es verdad que buena parte de la culpa es de quienes siguen comprándoles las burras.
Por lo demás, no parece que para olerse de qué va el fenómeno Trump haya que tener docena y media de másteres en geopolítica. Basta con pisar las calles, especialmente las de los lugares más castigados, como alguno de los que recientemente se han mentado en estas columnas, y poner la oreja. Ya no es el sueño de la razón sino el hartazgo infinito el que produce monstruos en serie. Como tantas veces he escrito —y esta no será la última—, tarde nos lamentaremos de haber menospreciado, insultado y vejado al común de los mortales. Sigan orinándose sobre ellos y ellas y diciéndoles que llueve. Sigan desatendiendo sus llamadas de auxilio. Verán qué susto.