Como la cabra tira al monte, he estrenado el año, no con la intención de desprenderme de mis vicios, sino reincidiendo en alguno de ellos. Podría alegar en mi defensa que ha sido para satisfacer una demanda, tampoco diré que universal, pero sí crecientemente extendida de unos meses a esta parte. “Cómo molaría ahora rescatar el Cocidito”, me dejaban caer aquí y allá a la vista del sabrosón panorama político hispanistaní, con un gobierno (supuestamente) rojoseparatista a las puertas. Y uno, que se debe a sus oyentes y lectores y que no es de piedra, ha cedido a la tentación de volver a frecuentar —ya veremos por cuánto tiempo— los tugurios cavernarios en los que en su día me dejé el hígado y los restos de inocencia que me quedaban.
La primera conclusión tras el retorno a las andadas es que en los prados de Diestralandia siguen pastando prácticamente los mismos tipos de siempre. Ha habido alguna que otra incorporación, pero en lo básico, la nómina de exabruptadores es idéntica a la de hace casi dos decenios. Cambian los objetos de sus demasías dialécticas, pero no los presuntos chistes, las cargas de profundidad ni los biliosos cagüentales.
Se reconfirma, pues, lo que siempre he tenido como tesis: el encabronamiento de paisanos que, por otra parte, son proclives a dejarse encabronar es un modo de vida. Quizá la única diferencia es que en el turbulento momento presente los aullidos herzianos y las derramas de tinta tóxica tienen su correlato en diferentes parlamentos, empezando por el español. Es verdad que asusta, pero también puede ser la mejor argamasa para unir a quienes estamos dispuestos a hacerles frente.