No se me quita la media sonrisa desde que se confirmó el escrutinio de las elecciones portuguesas con la victoria por mayoría absoluta del socialista Antonio Costa. Y no se trata especialmente de una cuestión de simpatía ideológica. Es verdad que aprecio la trayectoria del primer ministro luso por su perfil pragmático, su talante negociador y, por lo más obvio, haber sido capaz de consolidarse partiendo de una situación endiabladamente precaria. Sin embargo, son otras cuestiones las que provocan mi pequeña mueca sarcástica.
De entrada, considero gracioso e ilustrativo comprobar que otra vez los sondeos han quedado como Cagancho en Almagro. No es que haya seguido la campaña al milímetro, pero sí lo suficiente como para saber que prácticamente todas las encuestas, incluidas las hechas a pie de urna, vaticinaban un empate técnico entre los socialistas y los conservadores del PSD. Ese pronóstico estratosféricamente fallido alentó los sesudos análisis que ahora algunos deberían estar comiéndose. Lejos de eso, los tertulistos a este lado del Miño y el Duero nos aleccionan sobre por qué ha pasado lo que ha pasado.
Por lo demás, la otra moraleja para las fuerzas del estado español a la izquierda del PSOE es que quizá haya que pensárselo dos veces antes de tensar la cuerda. Recordemos que Costa tuvo que convocar estas elecciones cuando sus socios zurdos lo dejaron colgado de la brocha. El resultado de esta jugada es que, además de no ser necesarias para la gobernación, esas fuerzas se han dado un gran castañazo. El ejemplo portugués que llegó a la coalición PSOE-Unidas Podemos puede repetirse a la contra.
Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar. En las elecciones, los únicos ciudadanos que se equivocan son aquellos que no votan, que se abstienen. Quienes votan, seguro que tienen sus razones para dar el voto a unos y negársele a otros. Yo quiero creer que es así, pero no ignoro que durante la campaña hay mucha manipulación por parte de los Medios de Comunicación; de tertulianos que presumen de saber lo que va pasar, y también tantas y tantas encuestas oficiales y oficiosa, que, intencionadamente, tratan de influir y/o condicionar el voto de la ciudadanía.
Pero al final, el ciudadano que vota, a nivel personal no se equivoca, como mucho puede no haber votado la mejor opción, pero es la que cada uno y cada una ha elegido, aunque lo haya hecho algo condicionado. Y así hay que aceptarlo en Democracia, con la suerte de que, cuatro años después, tienes una nueva oportunidad de acertar.
Mirando hacia atrás, la historia nos contradice en esa tendencia al paralelismo entre estados convecinos de la misma Península.
Sólo por puntualizar, Portugal supo hacer una república a principios del siglo XX, y España, no.
La órbita portuguesa de relaciones exteriores estuvo siempre con Inglaterra, mientras que España se ha mantenido siempre al pairo de sus intereses internos.
Si bien los regímenes autoritarios surgidos en los 30 devinieron en una misma afinidad fascista y autocrática, el de Portugal tuvo su origen en su problema colonial, al que se dio una salida de dignidad nacional en un regimen, el salazarista, nutrido por las clases medias, y España se quedó en el siglo XIX sin colonias y su problema era de desarrollo y distribución interna de la riqueza, con un régimen monárquico parásito de las élites financieras e industriales, que el ejercito apoyó y soportó con mano férrea hasta el ultimo tercio del XX, llenando las cunetas de cadáveres.
Igualmente, las transiciones a la democracia fueron no solo distintas, sino antitéticas: Con la Revolución de los Claveles -con origen nuevamente en las guerras coloniales- se rompió con el anterior régimen y la nueva democracia limpió de elementos fascistas sus estructuras, mientras que España no supo o no quiso romper con el anterior status continuando no solo con las antiguas instituciones, sino con elementos autoritarios reconvertidos o enmascarados en ellas.
Hace poco oí, y tenia razón, que el modelo de aterrizaje español en la democracia fue ejemplo, sí, pero para regímenes autoritarios que quisieran seguir en el poder, mientras que el modelo portugués era un modelo para demócratas que quisieran hacer una revolución respetuosa con los derechos humanos. Ambos son modelos, pero con público objetivo distinto.
Posiblemente esa disparidad nos pueda prevenir de comparar los dos casos como paralelos, porque el destino final, aunque pueda parecer el mismo, no lo es, ni en los electores, ni en los problemas a resolver, ni en los políticos.