Recuerdo cómo hace apenas cuatro meses nos revolvimos contra Mario Vargas Llosa por haber dicho que en unas elecciones lo importante no es la libertad sino votar bien. Menuda golpiza dialéctica le atizamos al tan insigne literato como despreciable malmetedor politiquero. Y en vanguardia del linchamiento, la crème de la crème progresí. La mismita que anda ahora repicando con ardor un meme en el que sobre la imagen de Paco Rabal en Los santos inocentes se lee: “Señorito, hemos votado lo que nos ha dicho”. O la que, por todo análisis del hostión cósmico de la izquierda en las elecciones del domingo pasado sentencian que lo que pasa es que en Castilla y León no hay más fachas desorejados.
Les puedo asegurar que lo que salió el otro día de las urnas no me gusta ni medio pelo. Pero no me quedan más bemoles que aceptarlo como lo más aproximado al reflejo de la legítima voluntad popular. Y no, bajo ningún concepto, me siento con la superioridad moral de achacarlo a la ignorancia de los que depositaron su papeleta ni a su condición de borregos manipulados por los perversos medios de comunicación. De hecho, si fuéramos una migaja sinceros, admitiríamos que ahora mismo el discurso dominante en las teles y los digitales que cortan el bacalao es justamente el de la acera de enfrente. Quizá merecería la pena reflexionar sobre el efecto bumerán de las hiperventiladas alertas antifascistas. Pero supongo que ante la victoria por goleada de la requetederecha resulta más fácil cogerla llorona que dedicar un par de segundos a plantearse si las formaciones que se dicen de izquierda no lo estarán haciendo rematadamente mal y así les luce el pelo.