He renovado el carné las veces suficientes como para recordar con nitidez los carteles con el careto de un joven Felipe González mirando al horizonte con arrobo sobre el lema “Por el cambio”. Tampoco he olvidado lo pronto que quedó claro que aquello no fue otra cosa que —nótese el matiz semántico— un cambiazo de tomo y lomo. Más talludito y con el concepto de decepción aprendido y hasta aprehendido, como gustaba decir a los pedagogos progres de mi época, he ido asistiendo a un sinfín de anuncios que llevaban como reclamo la magnética y resultona palabreja. El penúltimo que me viene a la memoria sin esfuerzo alguno, porque fue anteayer como quien dice y todavía padecemos no pocos de sus efectos, es el “gobierno del cambio” que trapisondaron PSE y PP en la demarcación autonómica de Vasconia. Y aún habría de llegar el mismísimo Mariano Rajoy, hace tres años, dos meses y nueve días a arramplar su (letal) mayoría absoluta a lomos de la divisa “Súmate al cambio”.
Aplicando la filosofía de las tapas del yogur —“Siga jugando; hay muchos premios”—, Podemos, ha proclamado 2015 como el año del cambio de verdad de la buena. Decenas de miles de personas, una inmensa multitud sin matices, participaron ayer en Madrid en lo que en la terminología clásica se denomina “una jornada festivo-reivindicativa”, quizá más lo primero que lo segundo, bajo la consigna “Empieza el cambio”.
Son de sobra conocidos mis recelos hacia la indiscutible formación emergente y también mi escepticismo congénito. Pues fíjense que aun así, tengo el pálpito de que esta vez sí cambiarán media docena de cosas, y no necesariamente para mal.