Si a un ingeniero se le viene abajo un puente, tiene bastantes boletos para acabar entre rejas. En el mejor de los casos, le caerá un puro económico y, desde luego, es altamente probable que los únicos encargos que reciba en el futuro sean para hacer maquetas con palillos. A un cirujano que deje una cicatriz medio centímetro mayor que los estándares permitidos no le libra nadie, como poco, de que le monten un auto de fe de esos que vemos en House y ya puede tener una buena póliza que le cubra la indemnización millonaria que le costarán sus cuatro puntadas mal dadas. Yo mismo, si me da un calentón y escribo aquí que tal o cual fulano es un ladrón y un hijo de mala madre, sé que incluso siendo verdad, me expongo a un querellón y a terminar mis días redactando el horóscopo.
Responsabilidad profesional se llama todo esto que les describo. Las negligencias, igual da si son por acción u omisión, tienen un precio. En ocasiones es excesivo y hasta injusto, pero la conciencia de esa espada de Damocles que te rebanará la yugular en caso de cometer una cantada ayuda —o debería— a andarse con ojo con aquello que te procura el pan. ¿En todos los gremios? Ahí está el truco: nanay. Para ciertos oficios no rige este principio.
Entre los exentos, destacan los políticos, que tienen patente de corso para hundir sucesivamente las áreas que se les encomienden. De igual modo, un juez se puede permitir —pongamos— cerrar un periódico con la tranquilidad de que cuando se descubra que fue injustamente no le tocarán un botón de la toga. Luego están los entrenadores de fútbol. Los hay que llevan un congo de equipos descendidos y siguen contratándolos y cobrando el cojofiniquito. Y, last but not least, los gestores de bancos. Esos sí que saben. Mandan al carajo una entidad de supuesta probada solvencia y son premiados con un pico de muchos ceros a la derecha y un puestazo desde el que arruinar la siguiente.