El tal Elpidio

En la cola de canallas hay muchos por delante del juez (o lo que sea) Elpidio José Silva. Sin ir más lejos, el agujereador de bolsillos ajenos Miguel Blesa, al que el Narciso con toga entrulló por un tiempo, le aventaja en varias traineras de villanía. Ninguna duda al respecto, salvo las derivadas de algo que probablemente habremos de comprobar muy pronto: la chapucera actuación de Silva será el salvoconducto que permita ir de rositas a quien, según dos carros de indicios y centenares de emails autógrafos, tuvo casi todo que ver con el birlibirloque de Bankia, incluyendo el tocomocho de las preferentes. Ni los cien bufetes de mayor postín y pastón en la minuta podrían haber parido una estrategia de defensa que iguale la negligencia del buscador de fama enmascarada de justicialismo.

Lo curioso del caso de este chisgarabís con equilibrio mental parejo al de una regadera rusa —el Copyright de la comparación es de mi difunto tío Manolo— es que una nutrida falange progresí lo haya adoptado como héroe. Y no hay manera de bajarlos de la burra. Ni siquiera su ruin comportamiento en el juicio para apartarlo de los estrados, donde ha llegado a festejar que multaran y expulsaran de la sala a una estafada, ha servido para abrir los ojos sobre la catadura del gachó.

Si la rueda a seguir en el camino a la revolución pendiente es la de un bufón ególatra (no es el único que tal baila, por cierto) que vende sus firmas a diez euros e hipotéticos viajes a Bruselas en su compañía a quinientos, yo prefiero quedarme en la cuneta a contemplar el espectáculo. O volverme con una bandera blanca a la casilla de salida.

La sandalia de David

Primera perplejidad: todo el mundo le está llamando zapato a lo que yo juraría que era una sandalia. Tal vez no tan abierta como las que los guiris de tópico y mi vecino del cuarto complementan con calcetines, pero sandalia, al fin y al cabo. Este verano me compré unas muy parecidas por treinta euros, y por la impresión que me dio, las del diputado de las CUP, David Fernández, no debían de ser mucho más caras. ¿Cuánto costarían los —esos sí— zapatos de Rodrigo Rato, el otro protagonista del episodio que tanto está dando que hablar? Tuiteé ayer que 3.000 euros y quizá exageré, pero les juro que hay mocasines de ese precio. Hará como quince años, Federico Trillo, compañero de partido, gobierno y tropelías del susodicho, presumió de calzarse con unos hechos a mano en Roma que le salían por doscientas y pico mil pesetas el par. Sumen la inflación y no andaré muy lejos. Del Primark no eran, eso seguro.

Luego está la cuestión de los verbos empleados en la narración de lo que ocurrió el pasado martes en el Parlament de Catalunya. Lanzar no es lo mismo que amenazar con lanzar, ni esto último es equiparable a mostrar, que fue a todo lo que llegó el portaveu cupero. Hacia el final de su intervención, se agachó, tomó la —insisto— sandalia, la sujetó sobre la mesa y largó una teórica sobre el simbolismo que tendría la acción en Irak. Ni siquiera golpeó el estrado con ella, al modo de Kruschev en la ONU o Beiras en la cámara gallega, que hay que ver lo que dan de sí —¿Cuestión de fetichismo?— los calcos en sede parlamentaria. Cierto que después mencionó el infierno, le llamó gánster al banquero y se adornó con un “¡Fuera la mafia!”, ya con el micrófono apagado.

Probablemente no fue una conducta ejemplar, pero tampoco me parece especialmente censurable, teniendo en cuenta los hechos acreditados por el que estaba enfrente, que —en eso sí me fijé— no presentaba marcas de esposas en las muñecas.

Cómo fue posible

Tiene muy mal arreglo lo de las preferentes y las subordinadas. En la mejor de las situaciones, los afectados recibirán unas migajas de lo que aportaron —en más de un caso, casi todo lo que tenían— y deberán quedarse con la bilis negra, la sangre hirviente y, con bastante probabilidad, el tratamiento a base de ansiolíticos para sobrellevarlo. Nadie les devolverá los pedazos de vida que se están dejando desde que descubrieron que les había ocurrido a ellos y ellas eso que normalmente leían en los periódicos, oían en la radio o veían en la televisión que les sucedía a otros. Durante muchos años, tal vez hasta el último, se preguntarán cómo fue posible.

Los moralistas de salón, que suelen aparecer sin ser llamados ni ocultar su delectación por la desgracia ajena, señalarán la codicia como única responsable y concluirán, ufanos, que a un pecado capital le corresponde una penitencia capital. Sin descartar que entre las decenas de miles de personas a las que han vaciado los bolsillos haya algunas que se creyeron que se codearían con los Rothschild, yo no apuntaría por ese lado. Me parece más verosímil buscar la causa en la mezcla de ingenuidad, inconsciencia y confianza despreocupada con que, en general, nos dejamos pastorear por las cañadas bancarias, financieras y empresariales. Por ahí vamos dados, pues en la contraparte hay alguien que sí sabe lo que tiene entre manos y que no se parará en barras éticas a la hora de hacernos firmar con una sonrisa en los labios nuestra propia sentencia de muerte económica. Con la bendición de los organismos reguladores presuntamente competentes, ojo.

Para los que han picado, me temo que es tarde. Los demás deberíamos escarmentar en carne ajena de una vez e interiorizar, por ejemplo, que un aval hipotecario no es una formalidad o que un fondo de inversión no es un depósito a plazo fijo. Y como norma, que hay posibilidades de que quieran metérnosla doblada.

Imputados

Como aquel entrenador de natación que se conformaba con que no se le ahogara ninguno de sus pupilos durante una competición, yo me doy por satisfecho con haber podido leer la palabra “imputados” junto a los apellidos Rato, Acebes y compañía. Por desgracia, me temo que no podemos aspirar a mucho más que eso en la querella abierta en la Audiencia Nacional por el pufo de Bankia. Es cierto que vimos a Mario Conde y a algún que otro pardillo en la trena, pero aparte de que les llevaron a una de cinco estrellas, aquello fue más por una venganza personal que por ganas de hacerles pagar sus fechorías en Banesto. Bastante será que lleguemos a asistir a su sudorosa y nerviosa toma de declaración ante sus señorías. Qué foto para enmarcar.

Mientras llega ese momento, nos cantarán las mañanas con la presunción de inocencia y lo perverso de los juicios paralelos. ¡Ja! Con otras cuestiones no se andan con las mismas chiquitas ni se ponen tan garantistas. Esta vez, claro, la cosa cambia porque no va de pelanas o maletes de manual, sino de auténticos masters del universo. Ahí están, nada menos, dos apóstoles de Aznar: su vicepresidente y en una época ojito derecho, y su brazo —también derecho, faltaría más— ilegalizador. Estos, que según el auto del juez Andreu, pudieron falsificar cuentas y estafar a miles de accionistas, son los que en un tiempo hacían la ley.

No olvidemos a los otros 31 y, especialmente, a los que tienen un carné. Catorce del PP, dos del PSOE, otros dos de Comisiones Obreras y uno de Izquierda Unida. Ese simple enunciado, la mera combinación de números y siglas, vale por un millón de pruebas periciales o de declaraciones de testigos. Si añadimos que por sestear en el Consejo de Administración y aprobar lo que les pusieran delante se apañaban entre 130.000 y medio millón de euros (excluyendo los directivos profesionales, mejor pagados), queda casi todo explicado, ¿verdad?

¿Confianza en España?

Si yo formara parte de esa macromafia que llamamos “Los Mercados” tampoco tendría la menor confianza en España. Hay dos o tres millones de motivos. Para empezar, no hay forma de concederle un átomo de credibilidad a una economía que no se apea ni a tiros del combinado de sol, ladrillo y pelotazo que se sacaron de debajo del cilicio los ministros opusianos de Franco hace medio siglo. Mira que con la pasta que ha dado la castiza fórmula en determinadas épocas ha habido oportunidades para probar otros caminos tal vez más laboriosos pero, por eso mismo, más sólidos. Pues no: balanza de pagos de mármol atornillada a las promociones inmobiliarias de suelo recalificado y, cómo no, el turismo, que ya decía Paco Martínez Soria que era un gran invento. Casi lloro cuando escuché al gran estadista Rajoy en su discurso de investidura anunciar un plan de difusión de la “sabrosa y variada” gastronomía española como arma definitiva para volver a llenar las arcas.

Esa es la famosa Marca España que con tanto orgullo y ardor han defendido hasta quienes sabían —¿Verdad, López y asesores de López?— que mundo adelante es considerada una especie de peste incurable… sencillamente porque lo es. Y lo es no sólo por el modelo que acabo de describir, sino por quiénes y cómo lo hacen funcionar: una casta endogámica de políticos y altos directivos de grandes corporaciones que cometen en comandita las trapacerías para, como es lógico, tapárselas igualmente en comandita.

Lo de Bankia es el mejor ejemplo. Su desastre es el combinado perfecto de ineptitud en la gestión —ni adrede se puede perder tanto dinero en tan poco tiempo—, manipulación de datos con la peor fe y ocultamiento continuado y mendaz de una situación que al estallar podía arrastrarlo todo, como de hecho ya lo está haciendo. Pero ya sabemos que nadie va a pagar por ello. Vuelvo al principio: ¿Quién quiere invertir un euro en una cloaca así?

Lo que nos costará Bankia

El rumboso estado español le va a regalar a Bankia 23.500 millones de euros. Eso, claro, si no aparecen nuevos pufos, porque el agujero del muerto financiero le da sopas con honda en velocidad de crecimiento al de la capa de ozono. Los que tenemos memoria y archivo recordamos que hace una semana nos juraron que con 4.500 millones llegaba y hasta sobraba para unas cañas. En febrero, que es casi anteayer, la entidad había tenido las santas narices de publicitar un superávit de 300 millones en 2011.

A fuerza de ser torpedeados por estas cantidades siderales, hemos perdido definitivamente la capacidad de imaginarlas y, desde luego, la de traducirlas a proporciones comprensibles para los mortales de a pie. Pero, aunque el resultado final vaya a ser multiplicar la indignación por el latrocinio del que seremos víctimas, merece la pena hacer el esfuerzo de ver qué se esconde entre tanto cero a la derecha. Ya que menciono el guarismo mágico, vean cómo queda el sablazo de Bankia cuando no lo escribimos en letra: 23.500.000.000. Y suerte que es en euros; si fuera en las viejas pesetas, nos quedaríamos sin espacio en la columna.

Estamos hablando de más de dos veces el presupuesto de 2012 de la CAV y más de siete el de Navarra. O si lo prefieren, del doble de los recortes en Educación y Sanidad decretados por el Gobierno de Mariano Rajoy. O de 2,4 puntos añadidos al ya brutal déficit español. Si les está pareciendo muy técnico, probemos con otras magnitudes más sencillas. Son 185 veces el presupuesto que suman Athletic, Real y Osasuna; 250 fichajes como el de Cristiano Ronaldo; 147 estadios como San Mamés Barria; o 327 veces el coste de Donostia 2016. Antes de que se me derrenguen por una lipotimia, la cifra definitiva: cada uno de ustedes participará en el escote salvador de Bankia con 500 euros. Lógicamente, es una media. Habrá muchos que se escaqueen. Adivinen quiénes pondrán su parte.

Economía virtual

El jueves a las 12 del mediodía, tras entrar en caída libre, cada acción de Bankia llegó a valer 1,17 euros. Gracias a una mano mágica que empezó a intervenir —qué curioso— en el instante en el que todo olía a desplome imparable, los valores iniciaron una escalada vertiginosa que los llevaron a cerrar en 1,42. El viernes a las 11 de la mañana, con la carrerilla cogida, se pusieron en 1,90. Alguien que hubiera comprado mil títulos en el momento más bajo y se hubiera deshecho de ellos en el más alto se habría embolsado 730 euros… ¡en tan sólo 23 horas!

Como imaginan, quienes participan en estas timbas no se andan con minucias y operan con cantidades infinitamente mayores que la de mi pedestre ejemplo. Añádanle al beneficio, como poco, tres ceros. Y eso, sin contar que he tirado del supuesto más sencillo, el de la compra-venta limpia. Cualquiera que sepa cuatro cosas de la selva bursátil les puede explicar los endiablados mecanismos que permiten forrarse incluso cuando la cotización se desmorra y los titulares tocan a muerto.

Siento haberles conducido al borde del mareo, pero creo que es necesario tener presente esta parte de la tramoya que no nos suelen enseñar. El pastizal que ha ido a las buchacas de unos ventajistas escogidos no tiene la menor relación con la verdadera situación de Bankia. Por muy milagrero que sea Goirigolzarri, la entidad no puede pasar en un día del borde de la quiebra a ir viento en popa como sugiere la trepidante recuperación (casi un 50 por ciento) de su cotización. Una vez más, se le ha puesto precio al humo, que es con lo que se negocia ya casi exclusivamente en los temidos y temibles mercados. Aunque la especulación existe desde el primer trueque de la historia, ha sido en los últimos años cuando ha alcanzado su victoria definitiva y ha impuesto una economía virtual. En la real, la de los recortes sobre lo ya recortado, sólo vivimos los pringados.