Informar es, cada día más, exagerar. Guerra abierta, batalla campal, lucha sin cuartel y demasías bélicas del pelo son el aderezo indispensable para encabezar las mil y una piezas sobre las pimpineladas, crecientemente cansinas, que se cruzan Pablo Iglesias e Iñigo Errejón. Como mucho, copiando a Xabier Lapitz, cuadra hablar de pelea de gallos. Pero es que ni eso, habida cuenta de la desproporción de tamaños mediáticos. Porque si es cierto que de ego andan igual de sobrados el de la coleta y el de las gafas de pasta, también lo es que a tirón popular gana por mil traineras Iglesias Turrión.
Y esa diferencia, de la que es dolorosamente consciente Errejón, está determinando que la presunta disputa no sea tal. Apliquen la moviola a cada uno de los escarceos y comprobarán que siempre se cumple idéntico esquema: Pablo atiza e Iñigo recibe. Puede haber sutiles diferencias: que la agresión sea un gancho al hígado o un pescozón medio de guasa, que el encajador amague una sonrisa o difícilmente disimule que se acuerda de las muelas del maltratador. Tanto da, el resultado final es que nadie duda quién es Tarzán y quién es Chita.
¿Que subyace una pugna de modelos y, probablemente, de propuestas? Sin duda, y andando el tiempo, cualquiera sabe en qué para la cosa; los damnificados por el macho alfa no dejan de multiplicarse. Sin embargo, con la actual correlación de fuerzas y las necesidades primarias —permanecer ahí mañana— de los que están en el ajo morado no hay más tutía que seguir al flautista de Vallecas. Las verdaderas broncas están en las franquicias locales. En Araba, por ejemplo, sí vuelan los cuchillos.