Criptomonedas a cuatro pesetas

Se queja Iñigo Errejón en un tuit de la cantidad de personas que “lo están perdiendo todo” por haber invertido en criptomonedas. Culpa a la publicidad “que se nos ha metido hasta en la sopa” y exige una regulación inmediata. Seguro que se puede y se debe hacer algo a ese respecto, pero me temo que es demasiado fácil, pelín ventajista y, desde luego, paternalista, culpar a la publicidad de decisiones que, en última instancia, toman esas personas de las que se compadece con aspavientos el líder de Más País.

En el caso concreto que nos ocupa, el de las criptomonedas, que ya en el propio nombre llevan su condición de oscuras, no resulta difícil ver, además, un afán directamente especulador en quienes se han pillado los dedos. No iban a sacarse unos eurillos sino a forrarse. Y en no pocos casos, en la certidumbre de ser tipos mucho más listos que el común de los mortales. Tarde han descubierto que es justo al revés, y no les queda más recurso que la queja al maestro armero.

Excluyo, desde luego, los casos de engaños flagrantes, sobre todo a personas mayores, pero no es la primera vez que nos encontramos con la avaricia rompiendo literalmente el saco de los que un día se sienten genios de la inversión. En realidad, esto de los Bitcoins y sus múltiples clones no es muy diferente de los bulbos de tulipanes que llegaron a costar más que un castillo en los Países Bajos en el siglo XVII. O, viniéndonos más cerca en el tiempo, de las hipotecas basura, la burbuja del ladrillo (que se volverá a repetir) o esas colecciones de sellos compradas a millón que acabaron valiendo su peso en papel. Parece que algunos no aprenden.

La parte que nos toca

Que arreglen y paguen la crisis quienes la han creado. Parecería lo justo, ¿verdad? Ocurre que a la hora de repartir culpas tendemos a conformarnos con lo evidente: los insaciables mercados, los bancos que actúan sin piedad y toda la patulea de cargos y carguetes de los diferentes organismos político-económicos. Ahí se suele acabar la lista de los villanos del cuento y es más que probable que lo más sangrante de la catástrofe sea, en efecto, responsabilidad suya. Sin embargo, a poco ecuánimes que seamos, deberemos reconocer que perpetraron la fechoría ante la pasividad general o, incluso, con la ayuda de muchos de los que ahora se echan (o nos echamos) las manos a la cabeza.

Y en ese punto es donde cada quien debe mirarse el ombligo y poner la moviola a funcionar. No nos quejábamos demasiado cuando nos caían las generosas migajas de los pelotazos que pegaban en el piso de arriba. Nuestros domicilios, donde apenas ayer la tele en color era un lujo que equivalía a tres o cuatro mensualidades completas, se llenaron de plasmas, ordenadores, consolas y cualquier aparato con conexión a la red eléctrica. Y la banda ancha, que no falte. Sin necesidad de planes renove, se cambiaba de coche como de camisa, simplemente porque el vecino lo había hecho. Los que antes iban que chutaban con Peñíscola o Salou marchaban en peregrinación a Cancún y Punta Cana. Dos de cada tres fines de semana, a la casita de Las Landas o a esquiar en Panticosa.

No fueron pocos los que soplaron con ganas para agigantar la burbuja del ladrillo. Una inmobiliaria en cada esquina y en ocasiones, dos. El cuchitril más inmundo se vendía por cuatro o cinco veces su valor. Luego, aquello que parecía un pastón —y lo era— servía de entrada para ese adosadito tan mono… en el que ahora tantos y tantos tienen los dedos pillados.

Si algún día salimos de esta, deberíamos tener presente la lección. Lástima que no será así.