Fiasco islandés

Bonito chasco. Parece que Islandia no es la Ítaca alegre y combativa que nos habían estado vendiendo en los últimos meses. ¡Qué loas encendidas mereció la heroica población que, a diferencia de los melindrosos mansos del sur —o sea, nosotros—, plantó cara a los causantes de su ruina! Ese era el cuento de hadas y sirenas que nos colocaban a la mínima oportunidad ciertos miembros del progrerío fetén que algún día acabaremos de identificar como la panda de reaccionarios fachuzos e indocumentados que son. Sí, indocumentados. Tanto como, por ejemplo, este humilde escribidor de columnas, que también había leído los cuatro o cinco edulcorados reportajes que describían el presunto milagro. La diferencia es que el escepticismo envejecido durante lustros en la barrica de la cruda realidad me hacía poner en cuarentena ese retablo de las maravillas que se nos presentaba. Como a cualquiera, el fenómeno me parecía interesante, incluso fascinante, pero a falta de toneladas de datos, preferí callar y esperar a ver dónde derrotaba el asunto. Mientras, los que decretan que las cosas son tal como figuran en su cabeza y no como ocurren a ras de suelo siguieron cantando a voz en grito y de oído las excelencias de una revolución que no era tal.

No me alegro en absoluto de que los sueños más hermosos se vengan abajo con estrépito. Habría dado mucho por que el hechizo islandés no hubiera acabado como cualquier historia vulgar. Pero, precisamente porque he tenido que ir a demasiados entierros de ideales que parecían llenos de vida, mi rabia mayor no es ya por el triste desenlace, sino por la actitud de tanto charlatán de feria y tanto alimentador de esperanzas vanas. ¿Habrán aprendido algo? No lo creo. Unos andan escondidos silbando a la vía. Otros aguardan que caiga del cielo un nuevo modelo sobre el que pontificar. Y no faltan los que empiezan a decir que los islandeses son idiotas. Rostro no les falta.

En sus manos

Qué tiempos aquellos en los que, por lo menos, el despotismo era ilustrado. Ahora, ni eso. Los que manejan nuestra barca son una panda de bodoques en los que es imposible distinguir si la ignorancia es más dañina que su maldad o viceversa. Seguramente ambas se complementan y se retroalimentan en una dupla mortal de necesidad. Lo tremendo es que se van superando en lo uno y en lo otro, como acaba de quedar certificado con el inmenso cagarro teórico-práctico evacuado para parchear el pufo chipriota.

Oiga, joven, un respeto, que está usted hablando de personas que le sacan dos y tres ceros en la nómina, por no mencionar los doctorados, másteres y postgrados… Precisamente por ahí va el drama. Cuando el sábado pasado nos desayunamos con el sapo del corralito que habían parido la madrugada anterior todos estos tipos con tantos títulos, hasta los que tienen el Marca como única lectura fueron capaces de imaginarse las consecuencias. Sin necesidad de recurrir a Krugman ni a Stiglitz, cualquiera con medio dedo de frente se olió el pan hecho con unas hostias. Para tapar un agujero de 10.000 cochinos millones de euros —calderilla en relación a las cantidades que se manejan habitualmente—, se corría el riesgo de palmar cincuenta veces más en el resto de la malhadada unión monetaria. Un padrastro en el dedo meñique del pie europeo amenazaba, joder con el efecto-contagio, con acelerar aun más el cáncer galopante de los órganos que acumulan años de castigo, léase España, Italia, Irlanda, Portugal, Grecia y quién sabe cuántos más.

Ni se les pasó por la cabeza a los genios de la lámpara que asistir al robo a los ciudadanos de Chipre podría provocar en el resto de estados una estampida para sacar de los bancos los últimos cuartos y ponerlos a buen recaudo bajo el colchón. 48 horas y varios destrozos irreparables después, la rectificación. Y si tampoco funciona, pues ya se verá. En estas manos estamos.

Más ladrillo

Cráneo privilegiado, luminaria de Occidente y parte del Peloponeso, el presidente del sindicato de banqueros españoles (modelo Chicago años 30) ha dado con la piedra filosofal que nos devolverá al feliz anteayer de vacas gordas y perros atados con longanizas. Dice Miguel Martín —anoten en letras doradas el nombre del genio de la lámpara— que todo lo que hay que hacer para sacudirse las estrecheces es… ¡construir más casas! Si no querías ladrillo, ladrillo y tres cuartos. Bajo la piel de toro, ni se sabe cuántas promociones inmobiliarias en esqueleto con grúas a media asta, carretadas de dúplex del copón acumulando tres dedos de polvo y reducidos a activo tóxico, decenas de miles de pisos vaciados de bicho vía desahucio, y este magufo de las finanzas nos sale con que quiere más, más y mucho más cemento. Desde esa dieta de adelgazamiento basada en la ingestión masiva de comida basura, no se conocía un absurdo homicida igual.

Para añadir esperpento a la propuesta, la buenrollista justificación. Sostiene el tal Martín, agárrense a lo que tengan a mano, que su fórmula persigue acabar con la exclusión social. Atiendan a la argumentación y, por favor, traten de no blasfemar mucho cuando cierre las comillas: “El crédito ayuda a superar la crisis. Para proteger a las personas que están en peligro de quedarse sin casa, hay que dar más créditos y crear más casas y no poner trabas a que el crédito resurja cuando hay problemas”.

Es imposible calibrar el cinismo, por no escribir otra palabra más gruesa, que hay que reunir para escupir un teorema así con el asfalto manchado por la sangre de quienes prefieren saltar por la ventana a salir a rastras por la puerta de la que creyeron su casa. Lujos que se puede permitir el presidente de una asociación cuyos miembros, los bancos, están libres del peligro de caída. Cuando el balance se les pone en rojo, inyección de pasta pública y hasta la próxima.

El verdadero drama

En la última rueda de prensa tras el consejo de ministros —viernes de puente; sólo mirábamos los que estábamos de guardia—, la vicepresidenta española dejó caer como al despiste que su Gobierno tenía la intención de pactar con el PSOE medidas para frenar “el drama de los desahucios”. Me he cuidado de poner las comillas porque tal que así lo soltó Soraya Sáenz de Santamaría, como si utilizando esa denominación que en sus labios no es más que una muletilla fuera a hacernos tragar que la cuestión le quita medio minuto de sueño. Primero tendría que hacer el enorme esfuerzo mental de imaginar qué supone para una familia verse en la puta calle. Ni aunque le llovieran encima diez toneladas de empatía podría hacerlo. Probablemente, en su cabeza no será una faena muy distinta a que a la cocinera le salga grumosa la vichisuá o a que se le haga una carrera en la media cuando está a punto de saludar en un cóctel al embajador de Liechtenstein.

¿Exagero? Sí, pero me temo que apenas lo justo. En lo difuso, casi etéreo, del mismo anuncio se percibe a leguas que, por mucho que sobreactúen llamándolo drama, a este Gobierno se la trae bastante al pairo el asunto. Cada semana nos atizan un ramillete de Decretos Ley dentados que van al BOE corriendo que se las pelan, pero para detener la sangría de quinientos desalojos diarios todo lo que se sacan de la manga es la vaga promesa de estudiar el asunto cuando tengan una ratito libre. De propina, como si no supiéramos que manejan el rodillo a discreción, esta vez se disfrazan de cofrades del consenso y pretenden meter en el ajo al partido mayoritario de la oposición. Es decir, al mismo que cuando tuvo mando en plaza regaló a los bancos miles de millones de euros a cambio de absolutamente nada. Y entonces ya se practicaban los desahucios a tutiplén.

Ocurre simple y llanamente que ni a unos ni a otros les va la vida en ello. Ese es el verdadero drama.

Cortar el suministro

¿Alguien lleva la cuenta de las veces que nos han puesto la misma canción? La del viernes, digo. Eurocumbre a vida o muerte que se alarga hasta la madrugada, alborozado anuncio de acuerdo definitivo, autocomplacientes discursos atribuyéndose la victoria, subidón de la bolsa, relajo de la prima de riesgo… y tras dos o tres días de mambo, ¡tracatrá! Nuevo batacazo y vuelta a las andadas, es decir, a los mensajes apocalípticos y a la conclusión de que sigue sobrando lastre. ¡Marchando otra de recortes!

Si les está sonando esta columna puede ser porque ya la escribí casi palabra por palabra hace seis meses. Entonces también nos juraron que se había dado con la piedra filosofal y que era cuestión de tiempo que se volvieran a atar los perros con longanizas. Lo que hemos visto en este medio año es cómo se ha agrandado el abismo y cómo han sido arrojadas a él toneladas de carne humana acompañadas de derechos. ¿Para qué? Para nada. Para estar, no ya en las mismas, sino en otras que nos han ido pintando mucho peores. Y las que que vendrán, porque cuando mañana o pasado los ciclotímicos titulares regresen de la euforia a la congoja, volveremos a sentir la guadaña recortando sobre lo recortado.

La excusa será la de siempre: los mercados siguen sin fiarse. Al recitarla no estarán dando la clave de por qué vivimos en este bucle interminable. Hasta ahora, y esta no es una excepción, todo se ha pretendido arreglar volviendo a dar pasta en cantidades mastodónticas a quienes se han demostrado expertos en fundirla a velocidad sideral. Los que van a gestionar las remesas frescas son exactamente los mismos que hicieron desaparecer una a una las anteriores. ¿De verdad cortarles el suministro de una vez por todas y ver qué pasa sería más catastrófico que tener que rellenar cada trimestre el boquete sin fondo que han provocado? Sería cuestión de probarlo. Incluso aunque no saliera bien, sería justo.

La parte que nos toca

Que arreglen y paguen la crisis quienes la han creado. Parecería lo justo, ¿verdad? Ocurre que a la hora de repartir culpas tendemos a conformarnos con lo evidente: los insaciables mercados, los bancos que actúan sin piedad y toda la patulea de cargos y carguetes de los diferentes organismos político-económicos. Ahí se suele acabar la lista de los villanos del cuento y es más que probable que lo más sangrante de la catástrofe sea, en efecto, responsabilidad suya. Sin embargo, a poco ecuánimes que seamos, deberemos reconocer que perpetraron la fechoría ante la pasividad general o, incluso, con la ayuda de muchos de los que ahora se echan (o nos echamos) las manos a la cabeza.

Y en ese punto es donde cada quien debe mirarse el ombligo y poner la moviola a funcionar. No nos quejábamos demasiado cuando nos caían las generosas migajas de los pelotazos que pegaban en el piso de arriba. Nuestros domicilios, donde apenas ayer la tele en color era un lujo que equivalía a tres o cuatro mensualidades completas, se llenaron de plasmas, ordenadores, consolas y cualquier aparato con conexión a la red eléctrica. Y la banda ancha, que no falte. Sin necesidad de planes renove, se cambiaba de coche como de camisa, simplemente porque el vecino lo había hecho. Los que antes iban que chutaban con Peñíscola o Salou marchaban en peregrinación a Cancún y Punta Cana. Dos de cada tres fines de semana, a la casita de Las Landas o a esquiar en Panticosa.

No fueron pocos los que soplaron con ganas para agigantar la burbuja del ladrillo. Una inmobiliaria en cada esquina y en ocasiones, dos. El cuchitril más inmundo se vendía por cuatro o cinco veces su valor. Luego, aquello que parecía un pastón —y lo era— servía de entrada para ese adosadito tan mono… en el que ahora tantos y tantos tienen los dedos pillados.

Si algún día salimos de esta, deberíamos tener presente la lección. Lástima que no será así.