Escocia, ¿principio o fin?

Ante la posibilidad, nada descabellada, de que hoy gane el sí en Escocia, algunos uniformistas —gracias por el término, Joxean Rekondo— han corrido a ponerse la venda sin aguardar a tener la herida. Ya no dicen que el proceso es un despropósito ni se esfuerzan en describir las penalidades sin fin que padecerían los ciudadanos del futuro estado independiente. También les empieza a parecer medianamente lógico que la UE acoja a la nueva nación en lugar de condenarla al ostracismo. Como guinda de la ciaboga argumental, Salmond ha dejado de ser un rompepatrias egoísta y desalmado para convertirse en un político cabal que ha sabido guiar a sus conciudadanos, fuera de grandes estridencias, hasta las puertas de tomar las riendas de su destino. Creo no equivocarme mucho si achaco este cambio diametral de opinión al énfasis —diría que excesivo— que el líder del SNP está poniendo en diferenciar el caso escocés de cualquier otro con el que pudiera ser comparado, y en particular, del catalán o, en quinta derivada, el vasco, que ni se contempla.

Ahí está el clavo ardiendo al que se aferra ahora el centralismo español que quiere pasar por más moderado. “Escocia es única”, proclamaba hace tres día el editorial de El País. La idea nuclear, apuntalada por reportajes in situ y entrevistas a personalidades cuidadosamente seleccionadas, era que lo que se ha dado en aquellos parajes se parece como un huevo a una castaña al resto de las aspiraciones de emancipación en Europa. En resumen, que este referéndum, salga lo que salga, supone el una y no más. Comprobado lo voluble de los argumentos, añado: eso ya lo veremos.

Sobre el suflé catalán

Economizamos en metáforas. La del suflé catalán la acuñó —o la popularizó, por lo menos— Pasqual Maragall hace diez años, en los tiempos de aquel tripartit que, contra pronóstico, levantó más ampollas entre los cavernarios que los dos decenios largos de pujolismo precedentes. Lo curioso es que no aludía a cuestiones directamente identitarias. Se refería a la tremenda bronca que generó su famosa (con ojos de hoy, visionaria) acusación de que los gobiernos de CiU cobraban el 3 por ciento de cada adjudicación pública. Viendo que la cosa había llegado mucho más lejos de lo que había previsto, pidió que se dejara “reposar el suflé”. Al quite y con mala baba, como siempre, los cruzados del centralismo fueron manoseando la comparación hasta despojarla de su sentido original. En pocos meses, la alusión al ligero preparado culinario empezó a remitir a las supuestas características del catalanismo como un pastel de escasa miga y mucho aire. Según su teoría, las leyes de la física hacían que en cuanto adquiría un determinado volumen, comenzaba inexorablemente a desinflarse hasta quedar en no mucho más que un hojaldre fino nada amenazador para el statu quo.

Y en esas volvemos a estar. No hay editorialista o amanuense de los medios de orden que estos días no miente el dichoso suflé en presunto proceso deflactorio. Más que a diagnóstico basado en la observación de la realidad, la formulación canta a autoengaño tranquilizador. ¡Pero, cuidado! También a intento de profecía que se cumple a sí misma. Lo verán cuando pasado mañana las crónicas se ufanen de que en la Diada han participado cuatro y el del tambor.