Al final, la culpa de lo que ocurre en el barrio bilbaíno de Ollerías la va a tener Amancio Ortega. Lo estoy viendo. O el baranda de Mercadona, que también da el perfil de chivo expiatorio a la medida de perezosos mentales y ventajistas que siempre ganan con el comodín de rigor: peor es lo de tal o lo de cual, grandes argumentos que ya están aventando las almas puras con domicilio a una distancia prudencial de esta o cualquier otra zona donde la convivencia se ha convertido en mierda. Y si no, siempre está la otra cantinela, la que proclama que esto se arregla con educación —en valores, faltaría plus—, proactividad, megachachipirulismo y alupé, alupé, sentadita me quedé. Pagaría por ver a alguno de los santurrones que sueltan este alpiste dialéctico tratando de explicarle la mandanga a cualquier miembro del clan de los Pichis. Amén de ducho en conflictología parda, ya puede ser avezado runner, porque va a necesitar las piernas para mantener el gaznate a salvo.
Pido perdón por el sarcasmo, pero quizá por conocer muy de cerca el paño, me cuesta mantener la compostura. Manda muchas narices que los campeones mundiales de la defensa de los más débiles no sepan identificar en esta vaina quiénes son los puteadores y quiénes los puteados. Solo con que graduaran una migaja sus gafas de ver injusticias, serían capaces de comprender que aquí también estamos hablando de derechos básicos sistemáticamente pisoteados. Una minoría violenta mantiene en un sinvivir constante a una mayoría compuesta por personas que, a diferencia de los predicadores buenrollistas, pertenecen a los estratos económicos más bajos.