Muerte indigna

A la jerarquía eclesial (no confundir con la Iglesia, que es algo mucho más amplio y rico) le encanta imaginar canteras llenas de piedras de escándalo y disponerlas a modo de barricadas. A un lado se sitúa la realidad y al otro, sus ilustrísimas vestidas para pontificar y, en la misma homilía, envenenar la convivencia. Tanto que dicen saber sobre tentaciones, una y otra vez sucumben a la de tener la última palabra sobre lo que sea e imponerla a sotanazos. No hay debate social en el que no tercien blandiendo la amenaza del infierno para quien ose contradecir su tenebroso magisterio.

Pase, si lo hicieran con argumentos; pero los purpurados no se rebajan a opinar como cualquiera. Lo suyo son verdades reveladas y por tanto, irrefutables para el rebaño que se vanaglorian en pastorear. Y si se les mete en el entrecejo que Dios quiere que nos vayamos de este mundo sufriendo como verracos el día de San Martín, ha de hacerse su voluntad. ¿Muerte digna? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Antes de rendir el último aliento hay que pasar las de Caín en carne propia y, faltaría más, en la de familiares y prójimos en general. Nada como un buen martirio para llegar limpios de pecado a la otra orilla. Arrepentidos los quiere el señor, aunque no se sepa de qué.

Luego, claro, los integristas son los otros. Sin embargo, la oposición de la Conferencia episcopal española al proyecto de ley que pretende hacer más llevadero el inevitable paso de la vida a la muerte no tiene nada que envidiar a las fatuas de los ulemas más cerriles. Por añadidura, roza el sadismo y, desde luego, es ajena a toda esa piedad que se avienta desde los púlpitos. ¿Dónde está el pecado mortal en renunciar al encarnizamiento terapéutico ante un trozo de carne que hace tiempo dejó de ser una persona y que jamás volverá a serlo? ¿En qué parte de las Escrituras dice que lo cristiano es alargar inmisericordemente las agonías? Ni ellos lo saben.

Una campaña por la vida que huele a muerto

Tienen suerte los apoltronados y soberbios miembros de la Conferencia Episcopal española de que la doctrina de Benedicto XVI sobre el infierno sólo sea una filfa incomprobable. Ojalá de verdad fuera, como dijo el alemán del pelo blanco, un lugar que existe y es eterno, porque ahí se iban a pasar unas vacaciones infinitas sus purpuradas y desalmadas ilustrísimas. Si su lista de pecados ignominiosos -cincuenta por ciento por acto, cincuenta por ciento por omisión- ya daba para cuatro volúmenes como la guía telefónica de Nueva York, el último, una campaña por la vida que huele a muerto que asfixia, los hace definitivamente merecedores de un forfait sin fecha de caducidad ni billete de retorno en el aparthotel de Pedro Botero. Por colosal e inmarcesible que sea el amor divino, una ruindad semejante a la que revela la perpetración de ese engendro propagandístico no puede encontrar la absolución ni aunque contraten a Perry Mason como abogado.

Palabra que jamás he padecido el atávico tic anticlerical y que no pocas veces he enfadado a mis amigos comecuras pidiéndoles que bajasen el listón demagógico de sus diatribas contra lo que para mi, más allá de la institución, es algo muy digno de respeto. Pero mi propósito de contención y templanza no puede hacer nada frente al [Enlace roto.] que pretende convencernos de que el gol de Iniesta es una razón del copón de la baraja para perpetuar el sufrimiento de quien sólo puede aspirar a vegetar, muchas veces entre entre dolores insoportables y siempre con la dignidad y la voluntad expropiadas.

Sin piedad

Proclaman los muy cínicos que la Iglesia no debe ser piedra de escándalo, y cada dos por tres están pariendo provocaciones conscientes como este truño viral que han evacuado en las mismas redes sociales que, según el fariseo Rouco, son creaciones del diablo. Y no reparan en gastos populacheros y sentimentaloides hasta el retortijón: musiquita de natillas, sillas de ruedas, confetti, niños con síndrome de down, una rosa, lagrimones de plexiglás, un anciano cadavérico, la sacrosanta rojigualda y, como hilo conductor, la narración histérica del gol por el que supuestamente merece la pena ser un trozo de carne. Con la peor de las intenciones, lo emotivo se convierte en vomitivo. Ya quisiera de mayor el director de [Enlace roto.] marcarse algo la mitad de indecente. ¿De qué mente sádica ha podido salir una perversión de tal calibre? De una, sin duda, blindada contra esa piedad que tanto nombran en vano. No tienen perdón de Dios. Ni de nadie.