Proletarios de altos vuelos

Estas líneas comienzan donde terminaron las de mi última columna, excesivamente descarnada e inusualmente biliosa, según me han hecho ver muchos amables lectores. Agradezco las cariñosas reconvenciones y, por supuesto, estimo las opiniones discrepantes, pero un puente y decenas de lecturas después, mantengo de la cruz a la raya lo que escribí sobre los controladores aéreos. Ni una sola palabra de las toneladas que han vertido en su torrencial campaña autojustificativa me ha convencido. Y conste que no les tengo en cuenta expresiones pérez-revertianas como “no somos vuestros putos esclavos” o “nos exigís currar todos los putos días para tener vuestras putas vacaciones”, ni la burda patraña de que a algunos les habían puesto una pistola en la cabeza, luego desmentida entre balbuceos por sus portavoces oficiales y oficiosos.

Algo de propaganda sé, y no trago con esos potitos simplones. Tampoco, por supuesto, con los que nos ha ido suministrando el Gobierno español, disfrutando cual cochino en fangal de su papel de salvador de la ciudadanía. ¿Que me debía haber revuelto puño en alto contra la declaración de Estado de Alarma y el espolvoreo de tipos con uniforme en las torres de control aeroportuarias? ¡Venga ya! Vivo en un país en permanente y no promulgada excepcionalidad. Concejales de pueblos minúsculos con doble escolta, periódicos cerrados por autos judiciales de fantasía, golpes de madrugada en la puerta que no son del lechero, y hasta una ley que señala a quién se puede votar y a quién no. ¿Se me va a inflamar la vena democrática por un do de pecho autoritario para la galería? Nones.

De huelgas y razones

Ya estoy acostumbrado a no tener bando, y en esta chanfaina opté también por quedarme fuera de la marmita. No calculaba que acordarme de la calavera de un puñado de hidalgos agrupados en una cofradía corporativista que montan un pifostio monumental para mantener sus privilegios me alineaba con el Brigadier Blanco o el Mariscal Pérez Rubalcaba. Menos aún había previsto que en cierto imaginario neo-rojizo de postal unos señoritos que no distinguirían una reivindicación laboral de una onza de chocolate fueran designados como la moderna vanguardia del proletariado que pone en jaque al capital y, de propina, al Estado opresor.

Con ojos como platos tuve que leer panfletadas de parvulario como la que sostiene que “en toda huelga la razón la llevan siempre los huelguistas”. Ya, como en la de camioneros que acabó con el gobierno de Allende en Chile. En ese punto decidí dejar de discutir.

Incontrolados controladores

No le digas a mi madre que soy controlador aéreo; ella es feliz pensando que me gano la vida vendiendo droga en las puertas de los colegios. Qué tropa, qué casta, qué calaña. Y tienen el cuajo de llamar reivindicación laboral a la defensa de una tonelada de privilegios con los que sería incapaz de soñar el más iluso de los currelas. Les van a bajar medio grado la temperatura del jacuzzi y lo pagan con quienes no tienen ni agua corriente. No, no me refiero a las miles de personas que se han quedado sin puente. Eso es una faena, pero más allá de la bilis hirviendo y la impotencia, no es de la más graves. Además, no todo el mundo que se quedó en tierra se iba de naja. Los había, y no eran pocos, que iban a encontrarse con su familia después de años. Vi a uno llorar porque no llegaría al entierro de su padre. Muchos van a tener problemas serios en el trabajo. O lo perderán, sin más.

Todo eso le importa media higa al guapín de la mirada picaruela y a la panda de señoritos a los que hace de portavoz. Niñatos consentidos que no se han llevado nunca media hostia, están íntimamente convencidos de que lo suyo es mucho peor. Se ven en el catálogo de agravios por debajo de los recolectores de algodón de Louisiana. Sólo cobran 350.000 euros al año. Los hay que llegan a los 900.000. Y si alguien se lo recuerda, se enfadan, no respiran, y berrean que hablar de su sueldo es demagogia. Acto seguido, cogen la baja por estrés y consiguen que se cierre el espacio aéreo de todo el reino borbónico. Ellos, por supuesto, se quitan de en medio y dejan que se coma el marrón cualquier infeliz con uniforme que tenga la desgracia de estar de turno en los aeropuertos convertidos en amontonaderos de frustración y cólera.

Despreciados

No soy, ni de lejos, partidario de solucionar los problemas tirando de la soldadesca, pero ya que han entrado en juego los tercios, no lloraría demasiado si un chusquero pusiera a hacer flexiones en pelotas en medio de la pista de aterrizaje a esta cuadrilla de aristócratas del laburo. Luego, claro, una fregona, y a dejar las letrinas como los chorros del oro antes de la consabida imaginaria en los hangares.

Es sólo un desfogue. No teman que me haya poseído el espíritu del sargento Arensivia. Además, estoy seguro de que muchos de ustedes han asentido durante la fantasía y hasta la han adornado con dos o tres maldades más. Deberían reflexionar sobre eso los aguerridos controladores. Se han convertido en el colectivo social más despreciado. Tarde o temprano pagarán la factura.