El día que en la demarcación autonómica volvemos a estar por encima del millar de contagios, la descomunal cifra queda eclipsada por las dimisiones —¿quizá destituciones?— de los directores de los hospitales de Basurto y Santa Marina por haberse vacunado cuando no les tocaba. Y la cuestión es que no cabe nada que objetar. En términos de lógica periodística, la actitud de los ya ex responsables de los citados centros médicos merece la prioridad informativa y, desde luego, la censura moral más contundente. No hay reservas suficientes de vergüenza ajena para hacer frente a unos comportamientos que, por otra parte, ya vemos que no son excepcionales. Abrieron la espita unos cuantos alcaldes del Mediterráneo, y tras ellos, se abonaron al pufo diferentes mandamases y enchufados, incluyendo al consejero de Sanidad de Murcia, que antes de renunciar al cargo tuvo el cuajo de sostener que no había hecho nada malo pero que pedía perdón “porque yo soy así”.
Más allá de la indignación por la brutal insolidaridad de los ventajistas con mando en plaza, mi gran duda es sobre los procesos mentales que los llevaron a pasarse los protocolos por el arco del triunfo. Ya no hablo de ética sino de conocimiento sobre el mecanismo del sonajero. ¿Acaso pensaban que nadie se daría cuenta? Tal vez, en su soberbia, fue así.