‘Sexichou’ en vivo

Ya saben lo del Efecto Streisand: algo que estaba destinado a tener una difusión limitada acaba conociéndose a troche y moche por el intermedio de quien se siente ofendido y se lía a darle tres cuartos al pregonero. Pues ha vuelto a pasar, en esta ocasión, en Berango, donde un garito montó lo que en mis tiempos los paisanos de ojos desorbitados llamaban sexichou en vivo. El profundo argumento del artefacto alegrabajos iba, al parecer, de un maromo neumático a base de esteroides que dominaba a cinco mujeres. Por lo menos, así se da a entender en el patético cartel anunciador, que presenta al gachó recauchutado rodeado por las (sigamos con la terminología viejuna) gachises, en actitud sumisa, si bien no dan la impresión de estar pasándolo muy mal. El detalle de las estrellitas toscamente pintarrajeadas allá donde se supone que van los pezones redondea una pieza que mueve más a la risa o la compasión que al recalentamiento inguinal.

Esto, claro, siempre y cuando no se disponga de esos ojos robocopianos de curilla preconciliar o dama del Ejército de Salvación que encuentran pecado allá donde se posen. Entonces sí, la menor chorrada se convierte en escandaloso e intolerable acto para la lapidación. Incluso, cuando hay consentimiento expreso de adultos o, como es el caso, se podría dar (y de hecho, se da) a la inversa, o sea, con una dominatrix atizando candela a cuatro mancebos. Una actriz que participa voluntariamente en estos espectáculos me decía que está harta de ser tratada como menor de edad por las mismas personas que denuncian que a las mujeres se les impide tener voluntad propia. Piénsenlo.

Sombras de machismo

En este martes gordo tontorrón me toca, para no variar, el disfraz de minoría absoluta. Comparezco, además, cautivo y desarmado por la evidencia incontestable (a la par que previsible) del taquillazo cosechado por el potito cinematográfico del momento. Consciente de que, al igual que muchos de mis amigos y conocidos más apreciados, ustedes pudieron haber sucumbido al fenómeno e incluso con goce y/o disfrute, les ofrezco la posibilidad de adelantar el punto final de esta columna. En serio: no es necesario que pasen al siguiente párrafo. Déjenlo aquí y eviten que un tipo seguramente equivocado les suelte una filípica de aúpa sobre algo en lo que ni habrán reparado.

¿Que a qué me refiero? Pues, de entrada, al gregarismo superlativo. Tanta sociedad a punto de rebelarse, y resulta que la masa se deja conducir a toque de pito al cine, a la librería real o virtual… y hasta al Leroy Merlin a comprar cuerdas, cinchas y demás utillería para imitar los bricolajes sexuales a que se entregan los protagonistas de la vaina. Se pregunta uno si los calendarios correrán en balde. Este furor está hecho de la misma pacatería reprimida que a finales de los 70 llenaba las salas para echarse a la pupila las tetas de Nadiuska.

Quizá me digan que ahora es más igualitario puesto que el público es mayoritariamente femenino. Y miren, ahí me duele todavía más porque el resumen de los libros y de la película viene a ser que el amor ideal consiste en un chulazo que ata y hostia física y mentalmente a una mujer que, para más recochineo, está encantada con semejante trato. Luego, claro, nos echaremos las manos a la cabeza.